Friday, January 30, 2009

Rompiendo el silencio



(Advertencia: no lean este post si no han visto la película, porque voy a hablar de ella abiertamente y no se la quiero echar a perder a nadie).

Nerea ya nos ganó a todos, como de costumbre. Larisa también publicó algo al respecto, así es que me toca.

Seven Pounds. Me fascinó, en el estricto sentido de la palabra. No he podido dejar de pensar en ella desde que la vimos. Recuerdo constantemente las escenas, las palabras, los colores…

Concuerdo con Nerea en que la historia necesitaba terminar con la muerte de Ben Thomas, de otro modo el argumento no habría calado suficientemente y la obra se quedaría coja en el sentido artístico. También me gustó el aire de esperanza que dejó en el ambiente al final, pero desde un inicio supe que no estaba de acuerdo con que se suicidara.

El primer argumento que se me vino a la mente (y se lo dije a Zoon cuando recuperé el habla) es que Emily no ya no quería sobrevivir; quería un corazón para compartir su vida con Ben. Él le dio el medio, pero no le sirvió para lo que ella quería.

Es absolutamente admirable reparar un daño dando tu vida para salvar a otras personas. Pero dar la vida no es lo mismo que quitártela. Ben tenía mucho más que dar que un corazón o unos ojos. Entregó su cuerpo, pero no todo lo demás. Se sentía indigno de vivir, de amar a Emily. Prefirió morir que abrirse a ser querido por ella, acompañarla, darle esperanza y soportar el dolor de la posibilidad de perderla.

Al igual que Larisa, no estoy segura de poder llamarlo “cobarde”, pues lo que hizo implica valentía y mucha fuerza, pero, por otro lado, sí creo que le faltó humildad. No pudo permitirse el perdón. No pudo pagar el mal con un bien mayor: sencillamente hizo un intercambio equilibrado entre bien y mal.

No estoy segura, Larisa, de que el tiempo lo cure todo, pero estoy convencida de que el amor sí lo hace. Lo único que tienes que hacer es abrirte y permitirlo entrar.




Wednesday, January 28, 2009

Pedacito de pensamientos aislados sobre la soberbia

Detesto todos los sistemas que desprecian la naturaleza humana. Si es una ilusión que haya algo en la constitución del hombre que sea venerable y digno de su Autor; permítaseme vivir y morir con esa ilusión, en vez de abrir los ojos y contemplar a mi especie bajo una luz humillante y desagradable. A todo buen hombre le hierve la sangre cuando alguien desacredita sus parientes o su nación; ¿por qué no debería hervirle también cuando se menosprecia a su especie?


Thomas Reid. Carta a Lord Kames, 27 de febrero a 1778.


Es una cita que puso un profesor mío al principio de su libro. No sé por qué escogió este pasaje en particular, pues no veo que venga mucho al caso con el tema del libro, pero me llamó la atención. Thomas Reid le dice al mundo que lo dejen vivir en la ilusión de la verdad en vez de abrir los ojos a la mentira.


Me imagino que no era su intención original, pero esta frase presenta mucha humildad. El ser humano puede saber cosas sin necesidad de tener pruebas. La Verdad es una y la fe es otro tipo de racionalidad.

Friday, January 23, 2009

La ferapupra

Al pequeño laniparino le daba miedo la ferapupra. Era espantosa y tenía muy mal carácter. Hasta su nombre sonaba feo. A ella no le gustaban las aventuras y los deportes extremos. Prefería quedarse todo el día sentada, observando a los juguetones laniparinos con desaprobación.

La mayoría no le prestaba atención, pero el pequeño laniparino de pecho rojo no era más grande que la cabeza de un alfiler y se sentía cohibido por la feroz mirada de la ferapupra. Era tanto el temor que le causaba, que a veces incluso tenía pesadillas con ella. Soñaba que era un gorgodonte enorme y peludo que se lo quería comer.

Ese día el laniparino decidió no tirarse al vacío. Se escondió detrás de un grano de mostaza y esperó a que la ferapupra se marchara. Siempre habría otro rayito de sol por el cual deslizarse.

Tuesday, January 20, 2009

El laniparino

El laniparino es una animalito muy curioso. Es del tamaño de un conejo adulto, pero tiene la cara parecida a la de un mapache. Sus orejas son muy amplias y grandes, lo que le da un cierto aire de comicidad. Pertenece a la familia de los marsupiales, o tal vez de los mamíferos. Todavía no se sabe. Su cola es larga y sus ojos amarillos. También tiene unas garritas que semejan manos. Parece más un chango orejón que otra cosa. Realmente no tiene semejanza alguna con un conejo.

Los laniparinos que más me gustan tienen una manchita roja en el pecho. Sólo algunos machos la presentan, pero aún no sabemos si tiene alguna función especial. Por lo pronto, las hembras parecen no darles mayor importancia.

Cazan de noche, por lo que tienen muy buen oído, pero, curiosamente, su vista es muy mala. Comen insectos, nada más, pero al parecer es muy buen alimento, porque son extremadamente activos.

No duermen para nada. Siempre están alertas. No sé cómo un ser vivo puede subsistir sin descansar, pero yo, por lo menos, nunca he visto a un laniparino durmiendo.

Tal vez ustedes nunca hayan conocido a uno de estos simpáticos animalillos. Es muy posible, pues sólo habitan en las selvas. No son domesticables y su venta está prohibida. Tampoco es que a alguien le interese tener uno, pues no tienen ninguna utilidad. No sirven de mascotas, no se comen y no pueden amaestrarse. No existen en los zoológicos porque cuando los encierras, se dejan morir. Tienen que vivir libres, en espacios abiertos y en pequeñas comunidades.

Busqué en google una imagen de un laniparino para mostrárselas, pero al parecer son animales tan escurridizos que nunca se han dejado fotografiar.

Friday, January 16, 2009

Vivir mi fe

Me considero católica, creo en el perdón, creo en los sacramentos, creo en la gracia, creo en la redención... ¿entonces por qué me cuesta tanto trabajo confesarme?

Ahora que Nerea ha escrito sobre las contradicciones de la fe, me siento aún más llamada a ser coherente en ese aspecto. Ya llevo mucho tiempo dándole vueltas al asunto, pero es un tema que se ha vuelto recurrente en mi entorno: la vivencia de las convicciones.

Supongo que a nadie le gusta contar sus metidas de pata a un extraño, pero siento que a mí en particular me cuesta mucho trabajo. Tal vez sea porque no lo he entendido a profundidad.

El otro día, platicando sobre esto con Zoon, él me dijo: "es verdad que el sacerdote es un extraño, pero recuerda que te estás confesando con Cristo. Él es el que te perdona, no el confesor como particular" (o algo así).

Me falta humildad, ese es mi problema. No tengo reparos en reconocer que soy falible, pero tengo que aprender a decir mis errores en voz alta.

Friday, January 09, 2009

Extraña visita a mi subconciente

Anoche no pude dormir bien. Mi cerebro me jugó rudo y me atrapó en un estado mental previo a la inconciencia.

Soñé con una preciosa niña de unos ocho o nueve años con el cabello castaño, los ojos cafés y chispeantes de ilusión. A pesar de que han pasado varias horas desde que me levanté, todavía la recuerdo con claridad. Llevaba un vestido sencillo blanco sin mangas y unos zapatitos rojos muy llamativos. Traía un globo que cambiaba de colores; a veces era azul, luego cambiaba a turquesa, de pronto sacaba destellos verdosos y se transformaba en amarillo…

Era un globo fantástico y la niña lo sabía. Por eso, cuando de repente estalló sin ninguna razón aparente, la pequeña empezó a llorar desconsolada. De la nada, como sucede en los sueños, apareció una mujer muy guapa y elegante. Estaba vestida toda de blanco y traía un cinturón plateado que sujetaba una daga con una incrustación de opalina. También recuerdo que tenía el cabello largo y rubio, pero no me acuerdo de su rostro, aunque dentro del sueño yo la conocía bien. Era un personaje imponente y transmitía una sensación de fuerza y frialdad, pero al mismo tiempo era agradable.

Sin decir nada, esta maravillosa aparición arrancó violentamente la piedra azul de su daga y se la ofreció con gentileza a la niña. Ésta tomó la piedra, que ahora era un amuleto con una cadenita dorada, y se lo colocó alrededor del cuello.

Entonces el sueño cambió drásticamente. De repente estaban la mujer misteriosa y la misma niña, pero un poco más grande, como de catorce años, paradas en un lugar pedregoso y oscuro. Frente a ellas se abría un precipicio enorme que terminaba en un río de corriente rápida y agresiva. Entonces las dos se lanzaron por él y, cuando cayeron en el río, yo tomé la perspectiva de la niña y sentí cómo me zambullía rápidamente en el agua y sentía esa molestia desagradable de cuando a uno le entra líquido por la nariz.

Me desperté a la mitad de la madrugada con un ardor espantoso en la cabeza. Me había acostado con un poco de migraña, pero había esperado que se me quitara durmiendo. Temiendo que aumentara, tomé una pastilla y me volví a acostar. Recordaba vívidamente el sueño que acababa de tener y pensé mucho en él mientras me volvía a quedar dormida, un poco mareada y atolondrada por el dolor.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que perdí el sentido, pero no alcancé a dormirme profundamente, sino que seguí soñando con imágenes que ahora tengo muy revueltas. Sin embargo me acuerdo de una parte del sueño. Yo era yo. Estaba vestida con un camisón de tela muy delgada y sentía mucho frío. Estaba en una especie de gruta oscura y húmeda y sentía las piedras frías y mojadas bajo mis pies descalzos. Estaba sola y tenía un poco de miedo porque casi no veía nada, pero de repente me acordé de mi amuleto y lo saqué. Era el mismo amuleto azul que la mujer le había dado a la niña de mi sueño, pero por alguna razón me pareció muy lógico y normal que yo lo tuviera.

La piedra despedía una luz intensa y alumbraba cada rincón de la gruta. No se me quitó el miedo, pero al menos ya podía ver por dónde pisaba. Caminé buscando una salida, pero mi amuleto comenzaba a fallar. Parecía que se le estuviera acabando la energía o algo así. Su luz era cada vez suave y yo me empecé a desesperar. Corrí para apurarme y salir antes de que se acabara la luz, pero no lo logré y me quedé a oscuras a la mitad de la nada.
Me detuve en seco y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad con la esperanza de poder ver algo, pero por más que lo intentaba no lograba distinguir absolutamente nada. No había ni un mísero hoyito desde el que pudiera colarse algo de luz. Todo estaba negro. Y yo estaba aterrada.

Intenté caminar tanteando el camino con mis pies y extendí las manos para no chocar con nada. Estaba completamente perdida y desorientada. Empecé a marearme y a sentir náuseas. Entonces desperté.

Abrí los ojos y una luz muy fuerte me lastimó. Ya estaba amaneciendo y yo todavía tenía migraña. Cerré los ojos y me tapé la cara con la almohada. Cualquiera que haya padecido este mal, sabe que la luz provoca mucho sufrimiento, al igual que el ruido.

Lo peor no era el dolor, sino el mareo. La cabeza me daba vueltas y yo no me atrevía a levantarme por miedo a caerme. Intenté dormirme, pero me pasó lo mismo que la vez pasada: entré en un sopor nebuloso y extraño. No estaba conciente ni dormida y el dolor seguía.

Ahora estaba parada sobre pasto fresco y muy verde. Frente a mí había una grieta enorme y negra. Sabía que tenía que atravesarla de algún modo para llegar al otro lado del campo, pero era demasiado ancha para brincarla y temía caer en ella. Entonces vi a la mujer de blanco. Estaba parada en el otro extremo de la grieta, pero ya no era la misma. Ahora pude reconocer su rostro: sus ojos azules, su nariz, sus labios…

No me dijo nada, pero me sonrió y yo empecé a llorar. Fue un llanto profundo, que salía de mi pecho. También fue liberador. Me sentí más fuerte y, aunque el dolor aumentaba, tomé la decisión de dar un paso al frente. Caí por la grieta sin fondo, pero ya no tenía miedo, aunque sabía que el golpe me iba a lastimar.

Abrí los ojos. Natalia ya se había levantado y yo estaba sola en el cuarto. La cabeza me seguía doliendo, pero había disminuido el mareo. Desde entonces no he podido dejar de pensar en esta noche. Fue horrible porque no descansé nada, pero por otro lado me dio mucho que pensar.

Tal vez debo dejar de cenar tanto, jeje.

Thursday, January 08, 2009

Limpieza

Estrenando año, amigos, trabajo... ¿Por qué no estrenar también un nuevo look de blog?

Es tiempo de hacer limpieza, de deshacerme de todo lo que ya no quiero, de lo que me sobra, como bien dice el estimadísimo Zoon Romanticón. Y el exceso de verde ya me era molesto. Sigue y seguirá formando parte de mi rinconcito de expresión (después de todo, es mi color favorito), pero creo que es más sano para la vista y para el ánimo despejar un poquito el panorama.

Y también será bueno que le dedique más tiempo, lo he tenido francamente abandonado. Espero que mis amigos de la blogósfera sigan dándose una vuelta por estos lares a pesar de todo y no dejen de comentar.

Bienvenidos a mi renovado espacio de inspiración nocturna ;)

Friday, January 02, 2009

Una simple lección de jardinería



El desierto era enorme, árido y seco. No había nada más que arena blanca y fina en muchos kilómetros a la redonda. El sol dejaba caer sus ardientes rayos sobre el insípido paraje tornándolo aún más sofocante, pues ya de por sí la soledad era asfixiante. No había ni una sola nube asomándose por el cielo. Ni siquiera un triste animalillo o insecto pasaban por ahí. Todo estaba sumido en un silencio absoluto.

De pronto, una figura salió desde detrás de una duna. Era una mujer anciana, flaca y decrépita. Cargaba una pronunciada joroba en la espalda y su piel estaba tan surcada por las arrugas que parecía la corteza de un árbol. Sus cabellos grises y sucios caían desordenadamente por sus hombros, y vestía con ropas viejas y en muy mal estado. Avanzaba lentamente con la ayuda de un bastón de madera que se hundía en la arena a cada paso. Tenía los ojos vidriosos y caminaba errante sin encontrar su camino.

La sola visión de esta mujer era repulsiva e y atemorizante. Parecía sacada de una tumba o de un cuento de horror. No hacía otra cosa más que caminar, pues no tenía otra opción. Caminaba lastimeramente, dejando sus huellas perdidas en la inmesidad del desierto.

Pasó así varias horas, tantas que parecían eternas. Entonces, se detuvo. Frente a ella, salido de la nada, se hallaba un hombre joven de unos treinta y tantos años. Estaba vestido con una túnica del color de la arena y su piel estaba dorada por el sol. Tenía el cabello oscuro y una barba poblada cubría su rostro, pero su frente y ojos estaban descubiertos. La anciana no podía ver el camino, pero sí podía ver con claridad a aquel hombre. Podía ver sus ojos y la profundidad de la mirada que le dirigían. La mujer sintió como si esos ojos pudieran atravezarla y ver su interior.

El hombre no dijo nada. Su semblante era serio, pero no severo, sino más bien suave. Extendió una mano en la que llevaba una pequeña semillita y se la ofreció a la anciana. Ella se rió con una carcajada cascada y desagradable. Tomó la semilla y la sostuvo en su mano. Con agilidad y soltura obligó a la semilla a crecer. Al pincipio ésta se resistió, pero la anciana era diestra en su arte y pronto logró que la semilla se transformara en una flor. Sus pétalos eran transparentes y puntiagudos, duros al tacto. Era una flor bella, sin duda, pero fría y carente de vida.

La anciana sonrió con amargura y le mostró al hombre su creación con jactancia. Él no sonrió. Sacó otra semilla igual de su túnica y sin grandes ceremonias, la puso en el suelo árido. Después colocó su mano encima. Poco a poco, unas gotitas de agua cristalina resbalaron por sus dedos y cayeron encima de la semillita. Después el hombre se sentó a esperar. La anciana se sentó también. Esperaron mucho tiempo. La muejer no estaba segura de si habían sido días o semanas. Poco a poco, la semilla germinó. Un pequeño brote salió de ella, creciendo a cada instante. Llegó un momento en el que el brote se transformó en una planta que comenzó a florecer. La anciana no parecía sorprendida, sino más bien aburrida. Se burló del hombre y colocó su dura flor en el piso. De nuevo la forzó a crecer hasta que ésta alcanzó el tamaño y la forma de un árbolillo. Era un árbol extraño, pues todo él era transparente y duro, como de hielo. Sus ramas crecían retorcidas en varias direcciones y sus flores eran todas iguales: duras y puntiagudas.

El hombre lo vio y no se inmutó. Siguió sentado en la arena, pendiente de su arbusto que seguía creciendo lentamente. La mujer ya estaba cansada, pero por alguna razón no quiso separarse de él. Había estado muy sola por demasiado tiempo y este hombre era la primera persona que veía en mucho tiempo. Se sentó a su lado y se quedó dormida.

Cuando despertó vio al hombre sentado en la misma posición. Entonces la anciana miró hacia el arbusto y se dio cuenta con sorpresa que ahora era un árbol robusto y sano. El hombre volteó a verla y por primera vez le sonrió. La anciana no reaccionó por la impresión. Entonces él se paró y se dirigió a su árbol. Extendió una mano y cortó uno de sus frutos. Era grande, brillante y apetitoso.

El hombre se lo ofreció a la anciana que lo aceptó con júbilo. Mordió el fruto y su delicioso jugo resbaló por sus labios. La mujer fue presa de un hambre repentina y comió del fruto hasta saciarse. Mientras tanto, el hombre se acercó hacia el raquítico árbol de la anciana. Ella levantó la mirada y vio con horror que el hombre estaba repleto de heridas. Su piel estaba llena de llagas y rasguños que sangraban abundantemente. Él levantó su mano y, como lo había hecho con su semilla, dejó caer unas cuantas gotas desde sus dedos. Sin embargo, ya no eran cristalinas, sino de un rojo escarlata.

La anciana estaba sorprendida y no sabía qué hacer. Vio cómo su árbol se teñía con el color de la sangre y poco a poco se iba rompiendo con un crujido estremecedor. Los pedazos cayeron al suelo y se hundieron en la arena. Entonces la mujer sintió un terrible dolor en el estómago. Comenzó a toser con violencia y sintió como si su cuerpo fuera a estallar. Se tiró al piso y cerró los ojos. Soportó lo que le pareció una eternidad de sufrimiento hasta que de pronto, el dolor cesó.

La mujer abrió los ojos para encontrarse con el hombre de la túnica. Ya no tenía heridas y no había rastros de sangre. La anciana tocó sus propias manos y sus mejillas. Ya no estaban arrugadas. Su piel era suave y sus cabellos brillantes. Ya no tenía la joroba y sus miembros eran fuertes y jóvenes. Sus ojos estaban limpios, como los de una niña. El hombre le extendió una mano y la ayudó a levantarse. Entonces se dio cuenta de que en el lugar en donde había estado su arbolillo ahora crecía una pequeña flor de pétalos rojos. Era lo más hermoso que jamás había visto en su vida.

El hombre sacó un saquito lleno de semillas de su túnica y se lo dio a la niña de ojos brillantes. Ella entendió y se llenó de una felicidad casi incontenible.

Comenzaron a caminar juntos. El desierto era grande y quedaban muchas semillas por sembrar.