Friday, January 02, 2009

Una simple lección de jardinería



El desierto era enorme, árido y seco. No había nada más que arena blanca y fina en muchos kilómetros a la redonda. El sol dejaba caer sus ardientes rayos sobre el insípido paraje tornándolo aún más sofocante, pues ya de por sí la soledad era asfixiante. No había ni una sola nube asomándose por el cielo. Ni siquiera un triste animalillo o insecto pasaban por ahí. Todo estaba sumido en un silencio absoluto.

De pronto, una figura salió desde detrás de una duna. Era una mujer anciana, flaca y decrépita. Cargaba una pronunciada joroba en la espalda y su piel estaba tan surcada por las arrugas que parecía la corteza de un árbol. Sus cabellos grises y sucios caían desordenadamente por sus hombros, y vestía con ropas viejas y en muy mal estado. Avanzaba lentamente con la ayuda de un bastón de madera que se hundía en la arena a cada paso. Tenía los ojos vidriosos y caminaba errante sin encontrar su camino.

La sola visión de esta mujer era repulsiva e y atemorizante. Parecía sacada de una tumba o de un cuento de horror. No hacía otra cosa más que caminar, pues no tenía otra opción. Caminaba lastimeramente, dejando sus huellas perdidas en la inmesidad del desierto.

Pasó así varias horas, tantas que parecían eternas. Entonces, se detuvo. Frente a ella, salido de la nada, se hallaba un hombre joven de unos treinta y tantos años. Estaba vestido con una túnica del color de la arena y su piel estaba dorada por el sol. Tenía el cabello oscuro y una barba poblada cubría su rostro, pero su frente y ojos estaban descubiertos. La anciana no podía ver el camino, pero sí podía ver con claridad a aquel hombre. Podía ver sus ojos y la profundidad de la mirada que le dirigían. La mujer sintió como si esos ojos pudieran atravezarla y ver su interior.

El hombre no dijo nada. Su semblante era serio, pero no severo, sino más bien suave. Extendió una mano en la que llevaba una pequeña semillita y se la ofreció a la anciana. Ella se rió con una carcajada cascada y desagradable. Tomó la semilla y la sostuvo en su mano. Con agilidad y soltura obligó a la semilla a crecer. Al pincipio ésta se resistió, pero la anciana era diestra en su arte y pronto logró que la semilla se transformara en una flor. Sus pétalos eran transparentes y puntiagudos, duros al tacto. Era una flor bella, sin duda, pero fría y carente de vida.

La anciana sonrió con amargura y le mostró al hombre su creación con jactancia. Él no sonrió. Sacó otra semilla igual de su túnica y sin grandes ceremonias, la puso en el suelo árido. Después colocó su mano encima. Poco a poco, unas gotitas de agua cristalina resbalaron por sus dedos y cayeron encima de la semillita. Después el hombre se sentó a esperar. La anciana se sentó también. Esperaron mucho tiempo. La muejer no estaba segura de si habían sido días o semanas. Poco a poco, la semilla germinó. Un pequeño brote salió de ella, creciendo a cada instante. Llegó un momento en el que el brote se transformó en una planta que comenzó a florecer. La anciana no parecía sorprendida, sino más bien aburrida. Se burló del hombre y colocó su dura flor en el piso. De nuevo la forzó a crecer hasta que ésta alcanzó el tamaño y la forma de un árbolillo. Era un árbol extraño, pues todo él era transparente y duro, como de hielo. Sus ramas crecían retorcidas en varias direcciones y sus flores eran todas iguales: duras y puntiagudas.

El hombre lo vio y no se inmutó. Siguió sentado en la arena, pendiente de su arbusto que seguía creciendo lentamente. La mujer ya estaba cansada, pero por alguna razón no quiso separarse de él. Había estado muy sola por demasiado tiempo y este hombre era la primera persona que veía en mucho tiempo. Se sentó a su lado y se quedó dormida.

Cuando despertó vio al hombre sentado en la misma posición. Entonces la anciana miró hacia el arbusto y se dio cuenta con sorpresa que ahora era un árbol robusto y sano. El hombre volteó a verla y por primera vez le sonrió. La anciana no reaccionó por la impresión. Entonces él se paró y se dirigió a su árbol. Extendió una mano y cortó uno de sus frutos. Era grande, brillante y apetitoso.

El hombre se lo ofreció a la anciana que lo aceptó con júbilo. Mordió el fruto y su delicioso jugo resbaló por sus labios. La mujer fue presa de un hambre repentina y comió del fruto hasta saciarse. Mientras tanto, el hombre se acercó hacia el raquítico árbol de la anciana. Ella levantó la mirada y vio con horror que el hombre estaba repleto de heridas. Su piel estaba llena de llagas y rasguños que sangraban abundantemente. Él levantó su mano y, como lo había hecho con su semilla, dejó caer unas cuantas gotas desde sus dedos. Sin embargo, ya no eran cristalinas, sino de un rojo escarlata.

La anciana estaba sorprendida y no sabía qué hacer. Vio cómo su árbol se teñía con el color de la sangre y poco a poco se iba rompiendo con un crujido estremecedor. Los pedazos cayeron al suelo y se hundieron en la arena. Entonces la mujer sintió un terrible dolor en el estómago. Comenzó a toser con violencia y sintió como si su cuerpo fuera a estallar. Se tiró al piso y cerró los ojos. Soportó lo que le pareció una eternidad de sufrimiento hasta que de pronto, el dolor cesó.

La mujer abrió los ojos para encontrarse con el hombre de la túnica. Ya no tenía heridas y no había rastros de sangre. La anciana tocó sus propias manos y sus mejillas. Ya no estaban arrugadas. Su piel era suave y sus cabellos brillantes. Ya no tenía la joroba y sus miembros eran fuertes y jóvenes. Sus ojos estaban limpios, como los de una niña. El hombre le extendió una mano y la ayudó a levantarse. Entonces se dio cuenta de que en el lugar en donde había estado su arbolillo ahora crecía una pequeña flor de pétalos rojos. Era lo más hermoso que jamás había visto en su vida.

El hombre sacó un saquito lleno de semillas de su túnica y se lo dio a la niña de ojos brillantes. Ella entendió y se llenó de una felicidad casi incontenible.

Comenzaron a caminar juntos. El desierto era grande y quedaban muchas semillas por sembrar.

1 comment:

Zoon Romanticón said...

Me llegó mucho tu post. Gracias por compartir con nosotros nuevamente tu pluma, Sr. Hickman.

Hoy me siento como un árbol que está siendo bañado por el riego escarlata del hombre de la túnica. Quiero llegar a ser una pequeña flor.