Friday, June 19, 2009

Encuentro en el pasado

Esta tarde me la pasé limpiando mis estantes y organizando mis libros y papeles. Hace un par de horas me topé con una vieja carpeta negra llena de manuscritos de mi adolescencia. Eran un montón de hojas de cuaderno que llené durante mis ratos de ocio en la escuela. Me divertí recordándolos y encontré un cuento que escribí hace años y que ya había olvidado por completo. Está fechado el 29 de noviembre del 2004. Toda una reliquia, jeje. Espero que les guste y entretenga como me entretuvo a mí.



Encuentro en el pasado


El hombre se enderezó de golpe y se quedó sentado en su cama. Mientras escuchaba su agitada respiración en la oscuridad, evocó el horrible sueño que lo había despertado con tanta brusquedad. Ya habían pasado más de veinte años y el recuerdo de aquel día aún lo atormentaba.

Salió de entre sus sábanas y se asomó por la ventana. La noche era tranquila y silenciosa, salvo por un gato moteado que paseaba por el jardín en busca de alguna presa para su cacería nocturna. Él conocía esa sensación: asechar la negrura sin una idea clara de lo que te espera. Aunque el gato le llevaba ventaja en ese aspecto.

El hombre se levantó, se metió al baño y se mojó la cara perlada en sudor. Cuando levantó la mirada, se vio reflejado en el espejo. A decir verdad, había tenido mejores momentos. Ahora las canas invadían su cabello oscuro y su piel manchada presentaba una colección de arrugas que hacía juego con sus ojos caídos. Por fortuna, todavía conservaba su cuerpo fuerte y relativamente delgado. En su juventud había gozado de un gran atractivo que llamaba bastante la atención de las mujeres, pero eso había quedado en el pasado.

El hombre regresó a su habitación sin molestarse en prender la luz. Se sentó en la cama y miró absorto los números rojos del despertador. En el silencio mortal que lo envolvía, trató de recordar los hechos con claridad. ¿Qué era lo que había salido mal? A sus 67 años de vida ya había dañado a demasiadas personas, incluyéndose a sí mismo.

El reloj marcaba las cuatro y media. Tenía suficiente tiempo para regresar y cambiarlo todo. Era la única forma. Además todo estaba listo y preparado para el viaje. Le había dado demasiadas vueltas en la cabeza, pero sabía de sobra que no tenía otra alternativa. Se levantó con decisión, tomó su abrigo del perchero, se calzó unos zapatos y bajó las escaleras con rapidez. Al llegar a la puerta vaciló un segundo. ¿Y si resultara peor? Pero no había tiempo para pensarlo. Tenía que ser ahora o nunca.

-Vale la pena correr el riesgo -se dijo así mismo en la negrura.


Leonardo Arregui era un muchacho flaco y paliducho. Tenía la cara llena de pecas y un cabello negro que jamás había cedido ante ningún peine. Por más cremas y mousses que había usado, las oscuras crestas no se habían acomodado. Hacía ya mucho tiempo que el muchacho se había dado por vencido, pero este era un día especial; y tenía que dar una buena impresión. Así que sometió a los rebeldes mechones a una sesión de meticulosa limpieza y después, aprovechando la humedad, los aplastó contra su cuero cabelludo sin piedad. Enseguida le aplicó un spray de goma que supuestamente duraba todo el día, pero conociendo la naturaleza indomable de su cabello decidió echarse medio bote. El resultado fue un amasijo de pelos con aspecto grasoso que al ser tocado daba la sensación de un montón de cerdas de escoba aplastadas.

-Parezco Benito Juárez- se dijo a sí mismo viéndose en el espejo.

Pero ya no tenía tiempo de repetir el proceso, así que tomó una chamarra con capucha y rezó por no encontrarse con alguien conocido en el camino.

La calle de Francia era un lugar relativamente tranquilo en las mañanas, pero conforme iba avanzando el día, un montón de coches ruidosos la atravesaba tratando de huir del pesado tránsito que se formaba en las avenidas principales. Desde que se habían empezado las obras del distribuidor vial, el caos en la ciudad había aumentado considerablemente. En esas circunstancias, Leo prefería caminar que enfrentarse a la locura colectiva de los conductores mexicanos. Además, el café al que se dirigía se encontraba tan cerca de su casa, que sacar el coche de su papá habría sido un desperdicio.

Así que el muchacho caminó a buen paso hasta llegar a un Starbucks que lucía su enorme letrero de color verde en una esquina de Insurgentes. Miró el reloj: las nueve y cuarto. Leo frunció el ceño. Llegaba quince minutos tarde.

"Ojalá y me den el trabajo" deseó para sus adentros. Entonces llenó de aire sus pulmones y entró al local tratando de mostrar seguridad. Muchos de sus amigos acostumbraban trabajar durante el verano para obtener algunas ganancias propias, pero esta era la primera vez que Leo lo intentaba. Dieciocho años era una edad demasiado avanzada como para estar pidiendo dinero a los papás para salir al cine. Si quería ser autónomo algún día, tenía que empezar desde ahora.

-Disculpe, busco a la señorita Mónica- dijo al llegar al mostrador.

El muchacho que atendía lo miró detenidamente y asintió.

-Eres el nuevo, ¿verdad?

Era unos cuantos años mayor que Leo. Tenía el cabello castaño brillante y un marcado acento de niño fresa.

-Eh, sí- contestó Leo inseguro. –Hablé con Mónica por teléfono y me dijo que viniera a verla hoy.

-Sí, está bien. Hace rato salió por unas cosas, pero si quieres la puedes esperar aquí.

-Ah, bueno. Gracias.

Leo se acomodó en un sillón a un lado de la puerta y se dedicó a observar el lugar. Tenía el clásico decorado de un Starbucks, con sus paredes llenas de dibujos originales, unas cuantas vitrinas con granos de café y algunas mesas equipadas con lámparas de color verde.

De pronto, entró al local un señor mayor vestido con unos pantalones negros y un abrigo de color beige. Leo notó que no traía calcetines debajo de sus elegantes zapatos de piel, pero desvió la mirada en cuanto el hombre se fijó en él.

-Buenos días- le dijo con voz ronca.

El muchacho le devolvió el saludo y lo miró con curiosidad, mientras el señor se sentaba en una mesa no muy lejos de la entrada.

Varios años más tarde, aún recordaría con claridad el aspecto de ese hombre tan misterioso. Se veía extraño sin calcetines, pero sus movimientos precisos y su semblante serio demostraban que no se trataba de ningún loco.

En ese momento, se abrió la puerta y una niña de unos veintitantos años entró cargada con unas bolsas de plástico.

-Hola, ya llegué- le dijo al muchacho que atendía mientras le pasaba las bolsas por el mostrador. -¿Ninguna novedad?

-Ese niño de ahí vino a verte.

Leo se paró de inmediato y se quitó la capucha, tratando de ignorar su cabello aplastado.

-Así que tú eres Leonardo- le dijo la muchacha con una sonrisa. Tenía una voz muy agradable y era bastante guapa. A Leo le cayó bien de inmediato.

-Yo soy Mónica. Hablaste conmigo por teléfono, ¿te acuerdas?
-Sí, claro.

-Entonces, ¿estás listo para empezar?

Leo se sintió desconcertado de repente.

-¿Ahorita?

-Sí. Estás aquí por el trabajo, ¿no?

-Pero, ¿así de fácil? ¿No quieres saber nada de mí, ponerme un tipo de prueba o algo así?

-No hace falta. Si no me gusta cómo trabajas, te corro y ya.

A Leo le sorprendió la sinceridad de la muchacha.

-Toma, póntelo- le dijo Mónica después de aventarle un mandil de color verde.

-Te presento a Santiago. Él te va a enseñar cómo hacer los cafés.

El muchacho fresa del mostrador le tendió la mano.

-Mucho gusto. Me llamo Santiago, pero me dicen Tago.

-A mí me dicen Leo- dijo Leo devolviendo el saludo.

-Tu salario y el horario son los mismos que te dije por teléfono- prosiguió Mónica. -Sólo te pido que llegues temprano. ¿Tienes alguna pregunta?

-No.

-Bueno, pues ya puedes empezar.

Tago le enseñó a usar la máquina para hacer cafés, como le habían pedido, y luego Leo atendió a su primer cliente: el señor que había entrado al local unos momentos antes.

-¿Qué le sirvo?- preguntó con la libreta y la pluma preparadas en sus manos. Por lo general los trabajadores de Starbucks no usaban libreta, pero Mónica le recomendó que lo hiciera hasta que se aprendiera los nombres de todas las clases de bebidas que tenían.

El hombre del abrigo volteó a verlo con unos ojos cafés profundos e intensos. El muchacho se intimidó un poco por esa mirada, pero también se sintió muy intrigado. Había algo en esos ojos que le resultaba familiar.

-Ese peinado no te queda- le dijo el hombre de repente.

Leo no supo qué contestar. ¿Qué no se suponía que debía decirle lo que quería tomar y ya? Tal vez era uno de esos viejitos amargados a los que les gustaba molestar a los jóvenes.

-No deberías usar esos mousses- siguió el hombre. –Son pegajosos y te dejan el cabello duro como una roca. Los odio. Lo natural es lo mejor; siempre lo he dicho.

Leo sonrió levemente. Tal vez sólo estaba tratando de ser amable, después de todo.

-Seguiré su consejo- le dijo un poco más tranquilo.

El señor se le quedó mirando durante unos segundos, pero para su sorpresa, Leo no se incomodó. Era como ser visto por un padre o un abuelo. Entonces el anciano sonrió y tomó la lista de bebidas que tenía encima de la mesa.

-A ver, muchacho, dime qué tal están esos frappuccinos que tanto presumen en este lugar.

Leo titubeó por un momento.

-La verdad es que yo soy nuevo aquí, señor, pero ya probé uno en una ocasión y le puedo decir que estaba muy bueno.

-Pues tráeme uno entonces. Confío en tu buen gusto.

El muchacho se sintió halagado y le sonrió al anciano. No estaba tan loco en realidad.
Regresó después de un rato con la bebida del hombre y la puso con cuidado en la mesa.

-Gracias.
-De nada. Si necesita algo, avíseme.

-Claro- contestó el viejo con la voz ronca. Después se tomó su frappuccino con lentitud y, después de un rato, abandonó el lugar dejando una generosa propina. Leo estaba encantado. Para ser su primer cliente, no había estado nada mal.

Pasó el resto del día limpiando mesas y preparando bebidas con la ayuda de Tago. Al llegar la hora de cerrar, Mónica lo felicitó por su trabajo y se despidió con una sonrisa.

-Nos vemos mañana a la misma hora- le dijo desde el mostrador.

Leo se despidió y se dirigió a su casa con la intención de llegar a bañarse. Había decidido olvidarse de los productos para el cabello durante una temporada.

Caminó unas cuantas cuadras en la oscuridad, pero a veces tenía la sensación de ser observado. Miró a su alrededor, pero la calle estaba tranquila. Demasiado tranquila. Entonces escuchó el ruido de una hoja seca al ser pisada, justo detrás de él. Pero antes de que tuviera tiempo de reaccionar, un pañuelo húmedo con un olor desagradable le tapó la boca y la nariz. Trató de resistirse, pero sus miembros se hacían cada vez más pesados. Lo último que vio antes de perder el sentido, fue la luz roja de un semáforo solitario.


Leo despertó con un fuerte dolor de cabeza. No recordaba quién era ni qué le había pasado. Se enderezó con torpeza y trató de orientarse. Estaba acostado en un mullido sillón de tela color azul. La estancia, de pequeñas proporciones, estaba ligeramente iluminada por una lamparita colocada encima de un escritorio de madera. A un lado había una computadora prendida y una taza con un líquido humeante.

Leo se sentó con lentitud y se frotó la cabeza. Su cabello seguía duro por el efecto del spray. De pronto, lo recordó todo de golpe. Rápidamente se paró y se puso sus zapatos que estaban acomodados a un lado del sillón. Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Entonces sintió el peso de una mano en su hombro.

-¿A dónde vas, chico?

Leo se volteó sobresaltado y sintió que el corazón se le detenía por unos segundos.

-¡Usted!- exclamó sorprendido.

Era el señor que había atendido en el Starbucks. Aún llevaba su abrigo color beige, pero ahora lucía un par de calcetines debajo de unas pantuflas con estampado de cuadros.

-No te preocupes, muchacho. No tengo por costumbre estar secuestrando personas, pero me tomé la libertad en este caso por un asunto de suma importancia.

Leo tardó unos segundos en procesar las palabras del anciano. Todo parecía irreal, como en un sueño bizarro.

-¿Quieres un té?

El muchacho no contestó. Estaba demasiado aturdido.

-Si mal no recuerdo, te gusta el té de naranjo con azúcar morena, ¿no es así, Leo?

El joven se quedó de una sola pieza.

-¿Me ha estado espiando?

El hombre lo miró divertido. Sus ojos castaños lo penetraban como si fuera una sustancia transparente.

-Tengo cosas más importantes que hacer. Además no es necesario. Te conozco demasiado bien. Incluso mejor que tú mismo, me atrevería a decir.

El hombre sirvió un poco de agua caliente en una taza y la meneó con una cucharilla.

-Toma- le dijo tendiéndole la taza.

Leo dudó unos segundos, pero al final la aceptó.

-Si quieres, puedes sentarte- dijo el anciano acomodándose en el sillón. El muchacho permaneció de pie sin estar seguro de qué hacer.

-¿Qué quiere de mí?- preguntó al fin.

El señor se tomó su tiempo. Bebió unos cuantos sorbos de té y dejó el tazón en el escritorio.

-Necesito que me ayudes con un problemita que tengo.

Leo percibió la seriedad en la voz del hombre.

-¿Qué clase de problema?

El miedo que había sentido al principio se había transformado en curiosidad. Leo no estaba seguro de lo que le esperaba, pero por lo menos el anciano parecía inofensivo. Aún así, prefirió quedarse donde estaba y no bajó la guardia ni un momento. ç

-Es muy sencillo- dijo el hombre con tranquilidad. –Lo único que tienes que hacer, es no hacer algo.

-No entiendo.

-No, por supuesto que no.

El anciano comenzaba con rodeos. A Leo no le hubiera importado tirarle la taza de té en la cabeza. Sin embargo, la mirada del señor parecía comprensiva con el muchacho.

-Primero que nada, me gustaría presentarme. A lo mejor y así no te cuesta tanto trabajo confiar en mí.

-¿Confiar en usted?- exclamó Leo. –¡Pero si me secuestró! ¿Cómo espera que confíe en usted después de eso?

El anciano sonrió levemente. El muchacho sintió que se estaba burlando de él.

-Me llamo Leonardo Arregui, pero puedes decirme Leo- le dijo tendiéndole la mano.

El joven lo miró incrédulo.

-Está jugando conmigo- dijo molesto.

La risa del hombre resonó por la pequeña estancia.

-Ojalá y fuera así, muchacho, pero es verdad. Yo soy Leonardo.

-Pero así es como me llamo yo.

El anciano asintió pensativo y le dio otro sorbo a su té.

-¿Recuerdas las vez que te caíste de ese árbol en el rancho de tu tío Francisco?

-¿Qué intenta hacer? No pretende hacerme creer que usted y yo somos la misma persona. ¿O sí?

-Así es Leo, tú mismo lo has dicho. Somos la misma persona, con la única diferencia de que tú eres una versión más joven de mí.

-¡No es cierto! ¡Usted sólo quiere confundirme!

-¿Con qué propósito? No, chico, no me sirve de nada confundirte. Al contrario, te necesito muy atento en estos momentos.

-No le creo nada.

El anciano soltó una carcajada de desprecio.

-Por supuesto que no me crees. Nunca fui un joven crédulo. Tampoco me gustaba que alguien me discutiera algo; siempre quise manejar la situación. Pero Leo, ¿no recuerdas todos los problemas que has tenido por culpa de ese maldito orgullo? ¿Qué tal esa ocasión en la que duraste un mes sin hablarle a tu mejor amigo sólo porque no querías disculparte?

- ¡Ya basta!, ¡no es posible!

- Es tan posible como que tu segundo nombre es José, que no te gustan las palomitas y que le tienes miedo a las alturas.

-Todo eso lo pudo haber investigado. No me prueba nada.

-Es posible -admitió el hombre. -Pero ¿cómo puedo saber que todavía guardas tu osito de peluche de cuando tenías cuatro años?

-¡Eso no es cierto!

-¡Vamos Leo, claro que sí! Se llama Robin, en honor al fiel compañero de Batman, y está guardado en una caja de zapatos debajo de tu cama.

Leo no dijo nada, pues se había quedado sin palabras.

- También sé que la verdadera razón por la que quieres trabajar en esa cafetería es para ganas dinero y poder invitar a la niña que te gusta al cine. Julia, creo que se llamaba.

-¿Cómo sabe todo eso?- murmuró el joven sorprendido.

- Creo que está bastante claro, Leo.

El muchacho se había quedado sin habla. Miró al extraño anciano y descubrió con asombro que sus ojos eran iguales a los suyos. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

-Te creo- dijo al fin. -Pero no entiendo cómo…

-Ni lo vas a entender- lo interrumpió Leonardo. –Por el momento debes confiar en mí y hacer lo que te diga, ¿está bien?

El muchacho asintió, aunque no muy convencido.

-¿Conoces a un tal Víctor Löwe?- le preguntó el anciano cambiando de tema.

Leo negó con la cabeza.

-Pues mañana lo vas a conocer- prosiguió. –Es uno de los científicos más brillantes que he visto en mi vida. Ha hecho grandes descubrimientos, pero como todo gran genio, el señor Löwe padece de una curiosidad muy peligrosa.

Leo lo miraba sin entender. No veía cómo era posible que el famoso científico estuviera relacionado con él. Ni siquiera había logrado asimilar lo que acababa de suceder.

-El señor Löwe te va a hacer una propuesta muy tentadora el día de mañana, pero necesito que la rechaces. Lo digo por tu bien y el mío.

Luego vio la taza que Leo mantenía entre sus manos.

-¿No te vas a tomar tu té? Es una lástima, porque es de los mejores que hay. Son importados de Inglaterra, ¿sabes?

El joven miró el líquido amarillento y le dio un trago. Realmente sabía muy bien. Se tomó el resto de golpe y dejó la taza en la mesa.

-Entonces, ¿eso es todo? ¿Lo único que tengo que hacer es no aceptar la misteriosa propuesta de un científico que ni siquiera conozco?

-Exactamente- confirmó el anciano.

-¿Y por qué tenías que secuestrarme? ¿No era más sencillo decírmelo hoy en el café?
Leonardo sonrió levemente.

-Piensa un poco, chico. Estoy seguro de que sabes la respuesta. ¿O a caso crees que no me di cuenta de lo que pensabas de mí? Seguramente me tomabas por un loco. Si a duras penas he logrado que me creas, ¿cómo te imaginas que lo iba a hacer en un Starbucks? Además, eso ya no tiene importancia. Para mañana tú vas a estar en la comodidad de tu camita sin preocupaciones de ninguna índole. Sólo quiero que recuerdes lo que te dije.

Leo iba a preguntar algo más, pero un extraño sopor lo invadió de repente. Se sentía pesado y todo le daba vueltas. Entonces entendió, demasiado tarde, que el té no era precisamente una muestra de hospitalidad del anciano.


Al día siguiente, Leo corría desesperado para llegar al café. La maldita droga que le había dado Leonardo lo había dejado tumbado una hora demás de la que debía. Cuando despertó en su cuarto se quedó desubicado durante unos segundos, pero luego vio el reloj y casi le dio un infarto. ¿Y ahora que le iba a decir a Mónica? “Perdón por llegar tarde, pero mi otro yo me secuestró y me drogó con un té.”

No. Lo mejor sería inventarse algún pretexto.

Llegó al Starbucks empapado en sudor y con el pelo parado. Ni siquiera le había dado tiempo de intentar peinarse. Cuando entró, vio a Tago que limpiaba el mostrador con evidente flojera, pero no vio a Mónica por ningún lado.

-¿No has visto a Mónica?

-Hola a ti también- contestó Tago ofendido. Luego miró su reloj y frunció el ceño. –Llegas tarde.

-Ya lo sé- dijo Leo irritado. -¿No ha llegado Mónica?

-Está atrás, en la terraza.

Leo se dirigió a donde el muchacho le había señalado. Rezó por que Mónica no lo corriera, pues había insistido mucho en su puntualidad. La encontró sentada en un sillón, platicando con una señora de cabello canoso.

-¡Ah, Leo! Ya llegaste- exclamó cuando lo vio. –Ven un momento, por favor. Quiero presentarte a mi mamá.

El joven se acercó a la señora un poco desconcertado. Tendría unos cincuenta y tantos años, pero se conservaba bastante bien.

-Mucho gusto, señora.

La mujer sonrió encantada. Se parecía mucho a su hija.

-Por favor, dime Cecilia. No me gusta que me hablen de usted.

Leo asintió y miró a Mónica sin saber si disculparse u olvidarse del asunto, pero al parecer la muchacha no había notado su tardanza.

-Mónica me ha hablado muy bien de ti. Dice que eres un buen trabajador.

El muchacho se encogió de hombros con modestia.

-Pues apenas es mi segundo día.

Platicaron un rato de cosas sin importancia. Leo se olvidó por completo de todas sus preocupaciones y llegó a pensar que el encuentro con el anciano había sido sólo un sueño. Y es que era tan ilógico que no lo podía aceptar del todo.

-Oye Leo, ¿cómo cuánto pesas?- le preguntó Cecilia de repente.

-Eh, como uno sesenta kilos, creo.

La señora lo recorrió con la mirada como si estuviera inspeccionando una mercancía.
-Tienes una buena estatura- comentó. –Ni chaparro ni muy alto.

-Gracias- contestó Leo sin entender muy bien qué hacía la mujer.

-¿Alguna vez has estado en un laboratorio de física?- le preguntó Cecilia.

-Sólo el de mi escuela.

-No, pero me refiero a uno donde se estudie el comportamiento de las partículas o las radiaciones nucleares, por ejemplo.

Le se quedó sorprendido.

-¿Un laboratorio nuclear?

La mujer asintió con una sonrisa.

-Mi mamá es investigadora del IDI- le explicó Mónica.

-¿El qué?

-Instituto de Desarrollo Industrial. Apenas tiene unos cuantos años. Es normal que no te suene.

Cecilia sonrió con orgullo.

-Ahorita estamos trabajando en un transmisor de materia, pero nos falta alguien que nos ayude a probarlo y tú tienes las cualidades necesarias, ¿te interesa?

Leo se sentía algo incómodo. Al parecer en la familia de Mónica les gustaba mucho ir al grano.

-Pues, en realidad no sé mucho de esas cosas- admitió apenado.

-Ay, no te preocupes, no hay ningún problema. Es un experimento muy sencillo. Lleva tan sólo unos cuantos minutos y no duele ni nada por estilo. Además serás bien recompensado, por supuesto. El IDI recauda una buena cantidad de dinero todos los años por sus investigaciones.

Leo no supo cómo ni cuando, pero entre ambas mujeres acabaron convenciéndolo. Y ahora que se encontraba en un lugar lleno de frascos y aparatos metálicos, deseó haberse quedado en su cama desde el principio. El lugar era gigante y bullía en actividad. Un montón de hombres y mujeres con batas blancas y guantes de latex, manejaban las distintas máquinas como si fueran niños recién nacidos.

-¿Qué es eso de ahí?- preguntó señalando un aparato metálico con dos enormes cubos transparentes encima.

-Es el transmisor del que te hablé. Mide cinco metros de alto y está fabricado con fibra de vidrio y láminas de plástico. Debe ser lo más ligero posible.

Leo asintió, pero no veía cómo podía describir a semejante mole con la palabra “ligero”.

-Está diseñado para transportar materia de un cubo al otro. Ya lo hemos hecho varias veces con objetos y animales y hemos tenido éxito. Si funciona con personas, habemos hecho uno de los más grandes avances tecnológicos de la historia. ¿Te imaginas todo lo que se podría hacer con esto? Se podría utilizar como medio de transporte instantáneo. Ya no habría carreras ni tránsito en las calles.

Leo asintió sorprendido. Hasta ese momento, no le había caído el veinte de lo que estaba a punto de presenciar. Era algo realmente impresionante. Pero entonces sintió que el corazón le daba un brinco cuando recordó la razón de su visita.

-¿Yo voy a entrar a esa cosa?

Cecilia no pudo evitar reírse.

-No tienes nada de qué preocuparte. Lo hemos hecho infinidad de veces y siempre sale bien. Pero si quieres, podemos hacer una prueba más para que lo veas- agregó al ver el rostro pálido del muchacho.

Leo tragó saliva y negó con la cabeza.

-No, está bien. Si usted me promete que no me va a pasar nada…

-Lo puedes apostar. Contamos con un sistema de seguridad a prueba de fugas o falta de electricidad. Todo está en orden, no te preocupes.

De pronto, llegó un hombre alto y calvo con bata blanca y lentes. Llevaba un fajo de papeles desordenados bajo el brazo y parecía tener mucha prisa. Saludó a Leonor con un beso en la mejilla y miró al muchacho con sorpresa.

-¿Quién es este?

Cecilia se apresuró a presentarlos.

-Se llama Leo. Es un muchacho que trabaja en la cafetería de Mónica. Leo,- dijo dirigiéndose al muchacho- este es mi esposo, Víctor.

El joven se quedó helado al escuchar el nombre del científico. ¿Cómo no lo había imaginado antes?

-¿Víctor Löwe?- preguntó con la voz temblorosa.

-Así es- dijo el hombre. – ¿Qué haces aquí?

El muchacho no se sorprendió por la falta de tacto del hombre. Era de familia.

-Leo nos está haciendo el favor de ayudarnos con el experimento- dijo Leonor algo nerviosa. Era más que obvio que el señor no estaba enterado de nada.

-Pero es sólo un niño- replicó el científico con voz grave.

Cecilia tomó a su esposo del brazo y lo alejó unos metros para hablar con él. Discutieron durante unos minutos y luego Víctor asintió, aunque no parecía muy convencido de la decisión que había tomado. Entonces ambos regresaron a lado de Leo.

-¿Quieres que empecemos?- le preguntó el hombre.

Leo podía escuchar las palabras del anciano en su mente. “Lo digo por tu bien y el mío.” Pero, ¿qué tenía de malo participar en un experimento científico? Además el dinero que le ofrecían no le vendría nada mal. Lo habían hecho varias veces y había funcionado. O por lo menos eso era lo que decía la mamá de Mónica.

-Está bien- dijo al fin.

Cecilia y Víctor prepararon todo rápidamente y antes de que Leo pudiera arrepentirse, ya se encontraba dentro de uno de los cubos.

-Esto no te va a doler nada- le dijo Víctor a través de la lámina de plástico. –Sólo cierra los ojos y no toques las paredes.

Leo asintió y apretó los puños. Estaba a punto de ser transportado.

La máquina comenzó a vibrar y varios focos se prendieron en el tablero. Leo podía sentir cómo se iba juntando la energía a su alrededor. Pero entonces algo inesperado sucedió. La máquina comenzó a sacar mucho humo y una sirena empezó a sonar estrepitosamente.

"No es nada grave" se dijo a sí mismo para tranquilizarse. "Seguramente lo van a solucionar pronto. No pasa nada".

Pero ya no pudo contenerse más cuando el humo se volvió tan denso que lo perdió de vista de los profesores.

-¡Auxilio!- gritó asustado, mientras golpeaba las paredes con desesperación.

Una descarga eléctrica lo golpeó con brusquedad y Leo cayó de bruces al suelo.

-Te advirtieron que no tocaras las paredes- le dijo una voz conocida.

-¡Leonardo!- exclamó el joven.

El anciano no dijo nada. Lo ayudó a levantarse con rapidez y lo sostuvo con fuerza.

-Te recomiendo que cierres los ojos. Puedes llegar a sentirte bastante mal la primera vez.

Leo no tenía idea de lo que estaba hablando, pero lo obedeció de inmediato. Empezó a sentirse mareado; como si el piso se estuviera moviendo debajo de él. La sensación fue aumentando cada vez más hasta que se detuvo de golpe. Ya no escuchaba el sonido de la alarma y el olor a quemado había desaparecido.

-Ya puedes abrirlos- le dijo Leonardo.

Se encontraban en la casa del anciano donde habían estado hablando unas cuantas horas antes.

-No otra vez- se quejó Leo sobándose la cabeza.

-Te lo dije- lo reprendió el anciano. –Era una instrucción muy sencilla, pero no eres capaz ni de seguir una orden.

El joven estaba demasiado desconcertado y adolorido como para discutir. En los últimos dos días había visto suficientes cosas inexplicables para el resto de su vida.

-¿Qué fue lo que pasó?

-Que me desobedeciste, eso pasó. Gracias a Dios se me ocurrió espiarte para comprobar que hacías lo correcto, pero ya comprobé que todavía no se puede confiar en ti. Si no te hubiera sacado de ese cubo, ahora estarías en el siglo XVII en algún lugar de Europa muerto de miedo.

-¿En el siglo XVII?

-Bueno, eso lo sé yo ahora, pero en ese momento no sabrías ni qué hacer. El famoso transmisor de materia logró crear un campo magnético tan poderoso que fue capaz de enviarme al pasado en un momento. Perdí diez años de mi vida tratando de adaptarme a un mundo que no conocía hasta que el profesor Löwe logró traerme de regreso.

-¿Estás intentando decirme que ese aparato era una máquina del tiempo?

-Exactamente. ¿Cómo crees que llegué hasta aquí en primer lugar? Tenía que advertirte.

-Pero, ¿cuál era el problema de viajas al pasado? Después de todo lograste regresar, ¿no? Seguramente conociste un montón de cosas interesantes y ahora me lo voy a perder todo.

-No sabes de lo que hablas. Hubiera preferido apostar todo lo que tenía antes que vivir en ese lugar. Hice muchas cosas de las que ahora me arrepiento. Tuve que aprender a matar para sobrevivir y dañé a muchas personas en el proceso. ¡No lo repetiría ni por todo el dinero del mundo! La vida es mucho más sencilla cuando tu única preocupación es pasar un examen de matemáticas.

Leo asintió pensativo.

-Entonces, supongo que debo darte las gracias.

-No es necesario. Al fin y al cabo hice todo esto por mí mismo.

-¿Vas a regresar a tu tiempo?

El anciano suspiró.

-Supongo que sí.

-¿Voy a volver a verte?

Leonardo sonrió abiertamente.

-Claro que sí. Dentro de algunas décadas, cada vez que te mires al espejo…

2 comments:

Nerea said...

Me encanto! Solo un peque detalle: de repente la mujer se llama Cecilia y de repente Leonor...

Emilia Kiehnle said...

Jajaja! Gracias, no lo había notado. Supongo que no me había decidido, los dos le quedan bien, jeje.