Wednesday, December 01, 2010

Vocación de amar



Había una vez, un pequeño director de orquesta. Y digo pequeño porque a penas tenía escasos cinco años, pero incluso a esa edad ya se tomaba su vida y sus decisiones con bastante seriedad. Le pedía a su papá que le prendiera el radio en la estación de música clásica y se ponía a escuchar atentamente. También le gustaba poner a sus juguetes en posición de orquesta: los soldaditos eran las cuerdas, los peluches los alientos y la enorme pelota tocaba las percusiones. Y cuando había piano o alguna voz humana, entonces tomaba una de las muñecas de su hermanita y la ponía como la estrella principal, en medio de todos los demás juguetes. Entonces el pequeño director alzaba las manos, cerraba los ojos y dirigía a su improvisada orquesta al ritmo de lo que fuera que tocaran en el radio. Sus bonitos rizos negros se movían con las melodías de Mozart, Bach, Beethoven, Mahler, Tchaikovsky...

Cuando cumplió ocho años, el pequeño director decidió dar un paso más e incursionar en el mundo de la composición. Se sentaba durante horas frente al desafinado piano de la casa e improvisaba sencillas canciones acerca de los bichitos, de sus amigos y de las cosas que le pasaban en la escuela. Pero su mayor fuente de inspiración, era su mamá. A ella le dedicaba sus mejores obras y se las tocaba él mismo entusiasmado, y ella, conmovida por el interés musical de su hijo, decidió meterlo a clases de piano. A esa edad, el pequeño director supo que de grande sería un músico famoso.

Veinte años después, el pequeño director ya no era pequeño. Seguía teniendo unos brillantes rizos negros que se movían al compás de la música, pero ahora dirigía a una orquesta con músicos de carne y hueso. Como lo había predicho de niño, se había convertido en un director afamado y reconocido. Viajaba por todo el mundo con su orquesta y enloquecía al público de todos los países con sus maravillosas interpretaciones. Pero, precisamente el día de su cumpleaños número veintinueve, mientras dirigía el grandioso Mesías de Händel, se dio cuenta de que le faltaba algo a su música. Las notas, los sonidos, el tiempo, la melodía... todo estaba ahí. Sonaba magnífico, pero le faltaba algo. Y entonces, el famoso director se dio cuenta de que lo que le faltaba a la interpretación no era nada en la música, sino que le faltaba algo en su interior.

Terminó el concierto, agradeció al alborotado público y se encerró en su camerino. Al día siguiente, ante la sorpresa y el estupor de todos, anunció con voz grave y seria que dejaría la música durante un tiempo y se dedicaría a viajar. Por más que le rogaron y le pidieron que no hiciera semejante locura, el famoso director estaba decidido. En un último intento de convencerlo, le dijeron que no tenía sentido irse a viajar, cuando en realidad ya conocía todo el mundo por sus giras y sus conciertos. Y entonces él contestó que, a pesar de haber pisado casi todos los países de la Tierra, lo único que conocía de ellos era sus salas de conciertos. “Ahora quiero conocer lo demás.” Y con estas palabras, desapareció de la vista de todos.

El director, que ya no era director, cumplió su cometido y se dedicó a viajar. Seguía siendo famoso, sin embargo, porque los periodistas y reporteros lo asediaban para preguntarle sus motivos para haber abandonado una carrera tan brillante, pero después de un tiempo se cansaron de su silencio y lo dejaron en paz. Así fue como el mundo olvidó al famoso director.

Disfrutando de su nueva libertad, conoció muchos lugares y a mucha gente, comió toda clase de platillos, aspiró un sinnúmero de aromas y vivió grandes experiencias. Pero el hueco que sentía en su interior, aunque se había hecho más pequeño, no había desaparecido del todo.

Un día, mientras caminaba por las calles de un pueblito, del cual no recuerdo el nombre, el ex-famoso ex-director vio a una muchacha. Era una joven de unos veintitantos, con el cabello castaño y una sonrisa bonita. Francamente, era una chica normal, pero para el ex-director no había mujer más hermosa sobre la faz de la Tierra. Se le acercó y se puso a platicar con ella. Como tenía una gran experiencia y conocía muchos lugares, encantó a la muchacha con sus anécdotas y sus ocurrencias. La invitó a salir y ella aceptó. Durante los siguientes días siguió cortejándola, escuchándola y conociéndola. Cada día se enamoraba más de ella, de su sonrisa y de su voz dulce y suave. Y ella también se enamoró de él. Y así fue como el viajero se convirtió en un amante.

Entonces decidió dejar de viajar, porque había encontrado su hogar con ella. Por un momento, olvidó el vacío que había sentido en su interior y se entregó completamente a la felicidad que le producía su nueva vida. La muchacha y el ex-viajero aprendieron muchas cosas juntos. Él le enseñó a cantar y a cocinar los deliciosos platillos que conocía. Ella le enseñó a andar en bicicleta, a besar y a acariciar sus cuerpos acostados en la hierba. Y ambos se enseñaron a hacerse el amor. Así fue como el ex-viajero se convirtió en padre, y jamás volvió a sentir un hueco en su interior.

El pequeñito que nació de esta singular pareja también tenía unos rizos preciosos, pero él no quería ser director. A sus escasos cinco años, se la pasaba mirando las estrellas con sus ojitos bien abiertos. Muchos decían que de grande sería un astrónomo famoso... o tal vez tan sólo era un gran soñador...

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