Sunday, June 29, 2008

Recuerdos de un jardín olvidado: respuesta a un post de Artemisia



-Amiga, mía- le dijo una anciana orquídea- Recuerda quién eres en verdad. Tú no eres una flor azul de campo, sino una hermosa rosa blanca. Tus pétalos compiten con el resplandor nocturno de la Luna y tu belleza contrasta con las espinas guerreras que te han acompañado en tus aventuras.

La pequeña flor levantó la mirada de la tierra vio a su amiga la orquídea.

-No soy quien tu recuerdas- le contestó. -He conocido otro mundo, mucho más grande que mi pequeño jardín. Ahora sé que hay seres más grandes y hermosos que yo. He aprendido a ser humilde.

-¿Es eso verdad?, ¿entonces por qué te deshojas, florecita? Acuérdate que la verdadera humildad es saberte digna por quien eres, aun cuando en este enorme mundo haya flores mucho más bellas y grandes que tú. No te apagues, mejor muéstrales cómo brillas tú y enséñales a buscar su propio color. No quieras esconder tus pétalos tas otro color: la sencillez de tu blanco y la delicadeza de tu textura son los dones que tienes para regalar a este mundo. Si los escondes, serás una planta estéril.

La florecilla comprendió. Le costó trabajo, pero recordó cómo brillar y lo hizo mucho mejor que antes, pues había conocido el valor de la humildad.

Saturday, June 21, 2008

Una vida en un trayecto (Tercera parte)


La estación del tren estaba llena de gente, pero el ánimo general era sombrío. Afuera estaba lloviendo y hacía frío. Las personas caminaban de un lado a otro, llevando maletas y revisando los horarios de llegada de los trenes. Había señores vestidos de trajes oscuros y con sombrero que cargaban portafolios, mujeres llevando a sus hijos de la mano, jóvenes que subían a los vagones con impaciencia y ancianos que regresaban cansados y con la nostalgia pintada en sus rostros.

Los guardias de la estación, vistiendo sus pulcros uniformes, se paseaban lentamente por el lugar, revisando que todo estuviera en orden. Constantemente se detenían a dar indicaciones a algún viajero perdido o a ayudar a alguna viejita con su equipaje, pero inmediatamente después regresaban a sus puestos de siempre.

A veces pasaba algún conserje, también uniformado, aunque de manera diferente, llevando un carrito con una cubeta de agua, una escoba, un trapeador y demás objetos de limpieza. Las personas caminaban apuradas a su alrededor, esquivándolos en su carrera por encontrar el número de tren que los llevaría a su destino.

También había algunos vendedores ambulantes, llevando cajas con cigarros, dulces y otras chucherías. Los mendigos, con sus ropas sucias y rasgadas, se sentaban a los pies de las columnas y pedían dinero a los transeúntes. El sonido de la lluvia golpeando el techo laminado se mezclaba con el ruido metálico de los trenes, los frenos al enfriarse, y su característico silbido. Todo esto, con las voces y las pisadas de las personas, formaba un ambiente general que se escuchaba con eco en todos los rincones de la estación.

Virginia observaba todo este movimiento parada en uno de los andenes de la estación. Estaba cubierta por una gabardina y con una de sus manos enguantadas cargaba un paraguas negro que escurría en el piso. Su sedoso cabello estaba recogido recatadamente y descansaba debajo de un elegante, pero sencillo sombrero de dama. Llevaba zapatos de tacón, medias y una cartera a juego. Se había pintado la boca de rojo y se veía muy guapa y formal, pero no sonreía. Tenía la mirada perdida en la multitud que pasaba y estaba pensativa. Entonces una vocecita aguda la sacó de sus reflexiones.

-¡Mamá!- exclamó un pequeño niño sonriente que caminaba hacia ella. En una de sus manitas llevaba un cono con una enorme bola de helado de chocolate, el cual también se alojaba alrededor de su boca manchada, y con la otra tomaba de la mano a un hombre alto y de porte elegante.

Virginia le devolvió la sonrisa al pequeño y levantó sus ojos tristes para encontrar la mirada de su esposo. Él también le sonrió, pero era más un gesto de comprensión que uno de alegría. Se miraron directamente a los ojos durante unos segundos. Era una mirada cargada de sentimientos, de miedo, tristeza y amor. El niño, por su lado, se encontraba ajeno a la difícil situación por la que pasaban los adultos y se dedicaba a chupar su golosina con gran satisfacción. Su mundo aún se componía de cosas sencillas y estaba llena de pequeños placeres, como observar con fascinación las enormes ruedas de los ferrocarriles o regocijarse con el maravilloso sabor del chocolate. Él aún no entendía lo que significaba una despedida, no había sentido el vacío de la soledad ni comprendía los intereses y problemas que desataban una guerra. Tan sólo estaba ahí, en la estación de trenes, viendo cómo sus padres se unían en un largo abrazo y cómo una lágrima caía silenciosa por la mejilla de su madre. Entonces su padre se acercó a él, le acarició la cabeza y le dedicó una sonrisa. En ese momento no se dio cuenta, pero años después recordaría ese sencillo gesto como la despedida de su padre, la primera de su vida.

El silbato anunció la hora y el hombre vestido con su ropa de viaje abordó el tren. Volteó una última vez para mirar a su familia y desapareció por la puerta que lo llevaría a su vagón. Virginia se quedó parada en la estación mientras la locomotora comenzaba a trabajar, las llantas rechinaban contra el acero de los rieles y el vapor salía a presión por la gran chimenea. La gente seguía pasando a su alrededor, totalmente indiferente a su dolor y al miedo que sentía y que amenazaba con hacerle un nudo en el estómago. Los vagones empezaron a avanzar, primero lentamente, acelerando poco a poco y alejándose de ella. Buscó a su esposo con la mirada, esperando poder verlo en alguna de las ventanillas, pero el movimiento de los vagones confundía las siluetas de los pasajeros y no logró distinguirlo de los demás.

Cuando el tren se perdió de vista, la mujer, que ahora se parecía más a una sombra, tomó al niño de su pequeña mano y se dispuso a dejar la estación. Iba con la mirada perdida y vidriosa, mientras que el pequeño avanzaba a su lado en silencio, pues intuía que su madre necesitaba estar sola. Pero entonces vio algo que le llamó la atención y no pudo evitar decírselo a su madre. Le dio un tironcito a su falda y señaló hacia una de las puertas de la estación.

-¡Mira, mamá!- dijo con sorpresa.

Virginia volteó a donde le indicaba su hijo y se paró en seco.

Parado, bajo la oscuridad, se encontraba un muchacho flaco y desgarbado, vestido de negro, con el cabello despeinado y los ojos claros observándolos desde lejos. Virginia no dijo nada, pero se dirigió hacia él, con el niño tomado de su mano. El extraño personaje no se inmutó y cuando ambos llegaron a donde se encontraba, se agachó para mirar al niño. Éste se sintió un poco intimidado y se escondió detrás de la falda de su madre, lo que provocó una sonrisa en el rostro el muchacho.

-Tiene tus ojos -le dijo a Virginia.

Ella sonrió, pero esta vez lo hizo con la mirada también.

El muchacho comenzó a hurgar en uno de sus bolsillos, buscando algo que al parecer no podía encontrar. Hizo varios movimientos y gesticulaciones graciosas, logrando que el niño riera y saliera, aunque no del todo, de la protección de su madre. Entonces el joven pareció recordar en dónde había guardado el misterioso objeto que buscaba y, con una de sus manos enguantadas, sacó una pelotita roja de la oreja del pequeño y se la ofreció. El niño volvió a reír y aceptó el regalo, el cual comenzó a botar de inmediato. Entonces, el joven se paró y volteó hacia Virginia.

-¿Esta vez no vamos a bailar? –preguntó ella en un susurro.

El muchacho negó con la cabeza.

-No esta vez –dijo con suavidad.

Entonces le tendió uno de sus brazos. Virginia vio que en el codo de su gabardina tenía un parche y que su sombrero seguía tan viejo como siempre. Por un momento, la escena le recordó a un momento de su infancia, cuando él le ofreció su mano para invitarla a bailar. Durante un instante le pareció volver a sentir la magia fluyendo por sus venas. Era una sensación cálida y protectora.

Aceptó el brazo, gustosa, y llamó a su hijo, el cual se unió a ellos corriendo, feliz con su nuevo juguete.

El extraño personaje tomó el paraguas negro de Virginia y lo abrió con cierta ceremonia.

-Vamos –dijo. –Que ahora es cuando más me necesitas.

Y entonces los tres salieron de la estación, enfrentándose a la lluvia e internándose en la niebla que los envolvía. Por un breve instante, tanto la madre como su hijo, sintieron que todo estaría bien.

Sunday, June 15, 2008

Una vida en un trayecto (Segunda parte)




Las notas del piano volvieron a sonar. Ya no venían de aquel piano blanco de cola, sino de uno un poco más pequeño y viejo. Sin embargo, la intérprete aún era la misma. Virginia movía sus dedos con mayor suavidad y lentitud, pero sin haber perdido su agilidad. Era unos años mayor, con lo rasgos finos, pero marcados y unos ojos vivos y despiertos. Su cabello seguía siendo igual de hermoso, pero ahora lo llevaba atado en una trenza un poco despeinada y algunos cabellos le caían por delante de las orejas. Ya no llevaba su vestido blanco, sino que una sábana la cubría de la cintura para abajo, dejando sus hombros, pecho y espalda desnudos. Su cuerpo y su alma eran los de una mujer y, aunque ya no vivía en el enorme caserón de su infancia, el extraño personaje de la ventana se las había ingeniado para dar con ella. Se acercó y puso una mano en el hombro de Virginia. La joven, sin dejar de tocar, sonrió ante el cálido contacto del muchacho. Seguía siendo igual que cuando lo había visto por primera vez; su cabello despeinado, el sombrero de copa y su bastón.

-¿Esta vez también me llevarás a bailar?- preguntó sin despegar la mirada de las teclas, pero el extraño personaje siguió escuchándola sin contestar.

La melodía flotaba en el ambiente como el recuerdo de su primer encuentro, pero, por alguna razón, no se sentía igual. Había un cierto dejo de nostalgia que lo cambiaba todo.

La casa en donde se encontraban era mucho más pequeña, pero más cálida que la anterior. Era toda de madera, con los muebles mucho más sencillos y pocos adornos. El piano en donde tocaba Virginia estaba en la sala, donde había una ventana adornada con macetas de flores rojas que daba al mar. A un lado había una pequeña chimenea de piedra y más allá estaba la puerta sencilla que daba a la cocina. Del otro lado estaban las estrechas escaleras y la entrada de la casa, de la cual salía un camino marcado en la hierba verde por las llantas de un coche. Era un lugar hermoso, solitario y tranquilo.

-¿No bailaremos esta vez?- insistió Virginia.

El extraño personaje permaneció en silencio y se quitó los guantes blancos de las manos. Entonces pasó con suavidad uno de sus dedos por el cuello de la joven y tocó su espalda desnuda.

Virginia sintió el contacto en su piel, pero siguió tocando como si nada hubiera sucedido. Después el extraño muchacho se sentó en una silla a un lado del piano y miró por la ventana. Vio el azul del mar y luego se fijó en las flores rojas de las macetas: estaban abiertas y resplandecían al sol.

Entonces se oyeron unos pasos amortiguados por la música y pronto apareció una persona bajando por las escaleras. Era un hombre joven, muy atractivo, con el cabello castaño y la piel bronceada. Traía puesta una bata y bostezaba y restiraba como si se acabara de levantar. Al llegar a la sala miró a Virginia con una sonrisa, se acercó a ella por detrás y se agachó para darle un beso en la mejilla. No se fijó en el muchacho que seguía sentado a un costado del piano y se dirigió arrastrando los pies a la cocina.

-Parece un buen hombre. ¿Te trata bien?- preguntó el joven.

Virginia sonrió y asintió sin levantar la mirada. Su voz era tal y como la recordaba, a pesar de los años.

Los dedos de Virginia seguían moviéndose sobre el teclado y el muchacho los veía como hipnotizado. Entonces alargó una mano, abrió un poco la ventana y arrancó una de las flores rojas de una de las macetas. Se paró con tranquilidad y la puso en los negros cabellos de la joven.

-Sólo vine a visitarte, pero veo que estás bien. Hoy no bailaremos porque he escuchado cómo tocas y sé que ya no me necesitas.

Las notas murieron lentamente conforme Virginia iba terminando hasta que sólo hubo silencio. El muchacho tomó una de sus manos y la besó con suavidad. Ella lo miró a los ojos y sonrió. Entonces él desapareció.

Wednesday, June 04, 2008

Una vida en un trayecto: cuento en cuatro entregas

Hace mucho, cuando todavía hacía largos trayectos en el camión escolar del Yaocalli, mientras escuchaba una canción de piano, se me ocurrió una historia. Desde ese momento comencé a escribirla, pero la dejé incompleta. Años después la encontré y decidí continuarla, pero con un toque diferente al que había pensado originalmente. Ahora, después de algún tiempo más, he decidido terminarla y publicarla. Sin embargo, a pesar de que es un cuento completo, me parece que es mejor publicarlo poco a poco, al igual que su elaboración. Por lo tanto, quien quiera leer este cuento deberá hacerlo en fragmentos, los cuales iré publicando semanalmente.

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UNA VIDA EN UN TRAYECTO


Era muy tempranito en la mañana. El sol apenas se filtraba por las delgadas cortinas del salón. Era una casa grande con las paredes color crema, las puertas y los marcos de las ventanas blancos y los muebles de maderas finas. Grandes estatuas de un blanco inmaculado que representaban a algún personaje mitológico adornaban las esquinas de los grandes salones con alfombras finas y candiles dorados. El piso estaba cubierto por lozas de mármol y en los muros colgaban grandes cuadros y algunos espejos con marcos de hoja de oro. Toda la casa estaba en silencio, a excepción de un pequeño salón ubicado en una esquina del edificio, en donde se podían escuchar las notas de una delicada melodía.

Desde este salón, igualmente pintado y amueblado, se podían ver los verdes árboles del jardín central y un pequeño estanque en donde nadaban peces de colores luminosos. La estancia era de las más pequeñas de la casa, pero aunque había muchas otras de mayor tamaño dentro del enorme caserón, ésta era la más tranquila y agradable. Además, en una esquina de la habitación había un precioso piano de cola, lo que la hacía la preferida de Virginia. Ésta era la señorita de la casa. Siendo hija única y estando sus padres de viaje frecuentemente, la muchacha había aprendido a hacer de la música su única compañera. Esa mañana, como cualquier otra, se hallaba sentada al piano acariciando las teclas con sus delgadas y ágiles manos. Sus dedos se movían con precisión al interpretar una alegre melodía. Era una niña muy hermosa con la piel blanca, los labios encarnados y una larga cabellera de un negro brillante que caía ondulada por su espalda. Sus facciones eran finas y delicadas, tenía unas pestañas largas y fuertes y unos ojos cristalinos desde los que se asomaba una ilusión infantil. Aún no había cumplido los quince años, pero en su pequeño cuerpo ya comenzaban a insinuarse sutilmente las formas de una mujer. Llevaba un vestido blanco de varias capas de tela vaporosa que le llegaba hasta debajo de las rodillas, dejando ver unas piernas delgadas y bien formadas que terminaban en unas zapatillas igualmente blancas.

Todo en ella era hermoso, pero no era su belleza, sino la música que tocaba, lo que tenía embelezado al extraño personaje que la miraba desde la ventana del salón. Era un joven alto y muy delgado de cabello rubio despeinado, ojos claros y piel bronceada. Vestía un traje totalmente negro con camisa de puño y llevaba un sombrero de copa y un bastón de madera recargado contra el piso. Cualquiera que lo hubiera visto habría pensado que era un muchacho común y corriente vestido de una manera inusual, pero había algo en su mirada, tan vacía y llena a la vez, que lo volvía inhumano.

Levantó una de sus manos enguantadas y tocó ligeramente en el vidrio de la ventana que se abrió con un ligero rechinido. Virginia no le prestó atención y siguió tocando, mientras el joven se introducía a la habitación por la ventana. Entonces se acercó al piano y permaneció detrás de la muchacha, observando cómo sus blancas manos se movían con rapidez a lo largo del tablero. Así permaneció un buen rato, escuchándola simplemente, mientras ella continuaba sin dar señas de que notaba su presencia. Después de varios minutos que transcurrieron en la más apacible serenidad, el extraño personaje sacó algo de la bolsa del saco. Mantuvo el puño cerrado y caminó tranquilamente hacia el centro del salón, en donde dejó caer un polvo brillante que se fue esparciendo lentamente por la estancia formando una nebulosa. La nube de polvo fue creciendo hasta llegar al techo y a las paredes de la habitación. Poco a poco, de una manera casi imperceptible, el salón fue cambiando en tamaño y apariencia. Los muebles se deformaron y alargaron hasta convertirse en enormes y poderoso árboles que traspasaron el techo con facilidad, del cual comenzaron a caer pedazos que se convertían en tierra mojada antes de caer al suelo. Las paredes se oscurecieron y cambiaron su textura a una más áspera y rugosa, semejando rocas, mientras que las alfombras se fueron alargando y desvaneciendo hasta formar parte de un suelo frío y húmedo al que le crecían hierbas y flores de un rojo brillante. Lentamente, la habitación entera se fue transformando en un pequeño bosque abovedado. Incluso brotó un pequeño manantial del piso que fue marcando un surco por la tierra hasta formar un riachuelo. Lo único que permaneció en su lugar fue el elegante piano de cola en donde la pequeña Virginia aún tocaba. La melodía había adoptado un tono histérico, mientras los dedos de la joven seguían moviéndose con impresionante agilidad. Sus ojos azules estaban fijos en las teclas, concentrada en los últimos movimientos de la pieza.

El techo del salón había desaparecido por completo, dejando al descubierto un cielo que se había oscurecido de pronto. Varias estrellas empezaron a brillar, al mismo tiempo que la luna dejaba caer sus rayos plateados.
El extraño personaje se encontraba parado en medio del bosque, observando su obra con complacencia y admiración. Entonces se sacudió un poco el traje del que salió un poco de polvo plateado, y se acomodó su sombrero. Volvió hacia Virginia justo cuando ésta terminaba las últimas notas…

El silencio tomó la habitación por unos segundos y entonces Virginia despertó de su ensoñación. Levantó la mirada y el extraño muchacho le sonrió y le hizo una reverencia. Después se enderezó y le tendió una de sus manos enguantadas. Virginia dudó unos segundos, pero pronto le regresó la sonrisa y tomó su mano con familiaridad. Nunca lo había visto en su vida, pero pareciera que lo conocía desde siempre.

Las notas de un hermoso vals comenzaron a sonar y a llenar la habitación transformada en la que se encontraban.

-Acompáñame a bailar –dijo el muchacho, que tenía una voz suave y áspera.

El joven guió a Virginia hasta el centro del pequeño bosque y ambos comenzaron a bailar. Un paso a la derecha, otro a la izquierda… poco a poco se fueron sumiendo en un mundo encantado y lleno de fantasía. Entonces sus cuerpos empezaron a flotar, dando pasos en el aire, como si todo lo demás no importara. Lo único que existía era el baile.

A su alrededor, las cosas comenzaron a cambiar de nuevo. Los árboles empezaron a mecerse de un lado a otro, siguiendo el compás de la música y formando un círculo, en cuyo centro las figuras de la niña y el joven se deslizaban en el aire. Hadas y duendes aparecieron de la nada, desde detrás de las plantas y las flores. Eran criaturas pequeñas y curiosas que observaban a la pareja que bailaba, mientras brincaban de un lado a otro con sus ligeros pies. Soltaban polvos de colores que hacían que los capullos se abrieran lentamente. Entonces, de entre los pétalos de las flores recién levantadas, salían más de esos pequeños seres, que reían con sus vocecitas alegres y se trepaban a los árboles que seguían moviéndose con la música.
También había luciérnagas, las cuales volaban por todo el lugar, iluminando a su alrededor con sus pequeñas luces azuladas y verdosas. Parecían pedacitos de estrellas flotantes, que se mantenían suavemente en el aire cálido de esa noche mágica.

Pero, de pronto, los cuerpos de Virginia y el extraño personaje comenzaron a perder altura, bajando lentamente hasta que sus pies tocaron el suelo. El joven sonrió y se separó de la niña, haciéndole, de nuevo, una profunda reverencia. Virginia estaba embelezada con toda la magia que la rodeaba y ella también se inclinó ante su peculiar visitante. Entonces el muchacho, sin quitar la sonrisa de su rostro, abrió el saquito del cual había sacado el polvo momentos antes. Poco a poco, los árboles, las flores y las hierbas fueron disminuyendo su tamaño, soltando un polvo colorido que se iba flotando hasta el saco que sostenía el joven. Los elfos y hadas se apresuraron a esconderse, perdiéndose de vista de inmediato. El cielo abovedado volvió a ser el techo de una elegante estancia, pintado de color blanco y sosteniendo un candelabro dorado. Las luciérnagas desaparecieron y las paredes volvieron a aparecer a su alrededor, con los acostumbrados cuadros y retratos colgados en sus respectivos lugares. El piano estaba donde siempre y la habitación estaba iluminada por la luz tenue de la mañana, como si nada hubiera pasado.

Virginia volteó hacia donde estaba el extraño personaje, buscando una explicación, pero no lo vio por ningún lado. Buscó a su alrededor, pero había desaparecido.

Entonces la joven escuchó su nombre. Su nana la llamaba para ir a desayunar. Virginia salió del cuarto corriendo y sus pasos resonaron por las paredes del antiguo caserón.