Hace algunos años, aunque parecen muchos, cuando aún veía hadas y duendes detrás de los árboles y todavía escuchaba la voz de las plantas y la tierra, yo era una niña alegre de ojos brillantes y espíritu soñador.
Creía indiscutiblemente en la magia, me sabía una niña bonita y buena y mi paradigma de felicidad eran los finales de los cuentos de las princesas Disney. Después crecí y me di cuenta de que la adultez no llega con los dieciséis años y que no existe el príncipe azul que te salva de todas tus dificultades y te soluciona la vida por el resto de la existencia. Sin embargo, no perdí la confianza en el mundo y en mí misma. En vez de soñarme como princesa, me sabía una bruja: fuerte, poderosa, independiente y conocedora de la magia que habitaba en la naturaleza.
Los árboles me hablaban y me mostraban que hay un orden en el mundo y que yo era capaz de comprenderlo y de poseer su belleza y su bondad. Me sentía grande y orgullosa de mí misma, pues aunque estaba sola, me encontraba conectada con el universo. ¿Para qué necesitaba a las demás personas si ya tenía el cosmos entero?
Durante toda mi adolescencia ardí interiormente, consumiéndome en mi propia pasión. Me di cuenta de que cada vez me enorgullecía más de mí y a cada paso que daba me parecía comprender mejor al mundo, pero también mi insatisfacción crecía. El universo era mío, pero tenía que haber algo más allá, algo que terminara de llenar el huequito que había en mi alma y que se estaba convirtiendo en un enorme cráter. Entonces volví a crecer y me percaté de lo pequeña que soy. Me avergoncé de mi soberbia y renuncié al cosmos para encontrarme con el resto de la humanidad. Me supe tan sólo un individuo en una infinita pluralidad de seres. Fue entonces cuando me permití volver a soñar con la felicidad, pero en vez de imaginarme como una princesa, deseé convertirme en mujer.
El problema fue que, en mi afán de destruir mi soberbia, apagué mi propia luz. Me hice realmente insignificante en aras de una malentendida humildad. Reconocí todos mis defectos, pero también negué mis bondades. Me volví gris y dejé de sonreír.
Ahora, después de haber hablado con personas que quiero y de entender algunas cosas, me sé especial, aunque no superior. Me sé única, irrepetible e insustituible. Me siento amada y elegida para llevar a cabo una tarea en este mundo. La naturaleza me sigue hablando. Ahora me cuenta acerca de Dios, un Dios de amor, y me sigue mostrando mi pequeñez, más no mi insignificancia.
Es verdad que he cambiado y ya no sonrío con los labios, como lo hacía antes, pues llevo la alegría en mi interior y se manifiesta día a día a través de otros gestos. La pasión ya no me consume, sino que me impulsa. Es cierto que me canso más, pero es normal. A fin de cuentas, estoy aprendiendo a brillar sin cegarme.