Friday, June 29, 2007

Un ideal infantil




La Dama de los Lupinos vive en una casita con vista al mar. Entre las rocas alrededor de su casa, crecen flores azules, moradas y color de rosa. La Dama de los Lupinos es chiquita y viejita. Pero no siempre fue así. Ella es mi tía abuela y me lo contó.

Hace muchos años, ella era una niña. Se llamaba Carmen Emilia y vivía en una ciudad junto al mar. Desde el primer escalón, podía ver los muelles y los altos mástiles de los veleros.

Hacía muchos años, su abuelo había llegado a América en un gran barco de vela. En su taller hacía mascarones de proa para los barcos y tallaba indios de madera para poner enfrente de las tiendas de cigarros. Porque el abuelo de Carmen Emilia era un artista. También pintaba cuadros de veleros y de tierras lejanas al otro lado del mar. Cuando estaba muy ocupado, Carmen Emilia lo ayudaba a pintar los cielos.

En las noches, Carmen Emilia se sentaba en las piernas del abuelo y escuchaba sus cuentos de tierras lejanas. Cuando los cuentos terminaban, Carmen Emilia le decía:

-Cuando yo sea grande, también voy a visitar otras tierras, y cuando sea vieja, también voy a vivir a lado del mar.

-Eso está muy bien, mi pequeña Emilia –dijo su abuelo-, pero hay una tercera cosa que debes hacer.

-¿Qué será? –preguntó Carmen Emilia.

-Debes hacer algo para que el mundo sea más hermoso.

-Está bien –dijo Carmen Emilia.

Pero no sabía que podía hacer.

Carmen Emilia se levantó, se lavó la cara, tomó el desayuno, fue a la escuela, volvió a casa e hizo sus tareas. Y muy pronto, creció.

Entonces, mi tía abuela Carmen Emilia, salió a hacer las tres cosas que le había prometido a su abuelo. Dejó su casa y fue a vivir a otra ciudad lejos del mar y del aire salado. Allí trabajó en una biblioteca, desempolvando libros, evitando que se mezclaran, ayudando a la gente a encontrar los que buscaban. Y también ella leía los libros de la biblioteca; algunos contaban de tierras lejanas.

La gente la llamaba la señorita Emilia.

Algunas veces, iba al invernadero que quedaba en el medio del parque. Cuando entraba en los días de invierno, el aire caliente y húmedo se enrollaba alrededor de ella y el perfume de los jazmines llenaba su nariz.

-Esto es casi como una isla tropical –dijo la señorita Emilia-, pero no del todo.

Entonces, la señorita Emilia se fue a una isla tropical de verdad, donde la gente tenía guacamayas y monos amaestrados. Caminaba por largas playas, recogiendo bellos caracoles. Un día, conoció al Bapa Raja, rey de un pueblo de pescadores.

-Debes estar cansada –le dijo-. Ven a mi casa y descansa.

La señorita Emilia entró y conoció la casa del Bapa Raja. El recogió un coco verde y le hizo un hueco para que la señorita Emilia pudiera beber el agua dulce. Al despedirse de ella, el Bapa Raja le regaló un concha de madreperla donde había pintado un ave del paraíso y las palabras: “Siempre estarás en mi corazón”.

-Tú también estarás siempre en mi corazón –dijo la señorita Emilia.

Mi tía abuela Carmen Emilia escaló altas montañas donde la nieve nunca se derrite. Atravesó junglas y desiertos. Vio leones jugando y canguros brincando. Y en todas partes encontró amigos que nunca olvidaría. Finalmente, llegó a la tierra donde crecen los lotos, y allí, bajándose de un camello, se maltrató la espalda.

-Qué tontería –dijo la señorita Emilia-. Bueno, ciertamente he conocido tierras lejanas. Tal vez ya sea hora de encontrar mi lugar junto al mar.

Y así era. Y lo encontró.

Desde el porche de su nueva casa, la señorita Emilia veía el amanecer; veía al sol cruzar los cielos y brillar en el agua; y lo veía ocultarse lleno de colores en las tardes. Sembró semillas de flores en la tierra pedregosa para hacer un pequeño jardín entre las rocas que rodeaban su casa. La señorita Emilia era casi totalmente feliz.

-Pero todavía hay una cosa que debo hacer –se dijo-. Tengo que hacer algo para que el mundo sea más hermoso. ¿Pero qué? El mundo ya es bastante bueno –pensó, mirando hacia el océano.

Esa primavera, la señorita Emilia no se encontraba muy bien. Su espalda la estaba molestando otra vez y tuvo que quedarse en cama casi todos los días.

Las flores que había sembrado en el verano habían crecido y florecido, a pesar de la tierra pedregosa. Las podía ver desde su ventana: azules, moradas y de color de rosa.

-Lupinos –dijo la señorita Emilia contenta-. Siempre me han gustado mucho los lupinos. Ojalá pueda sembrar más semillas este verano para tener más flores el próximo año.

Pero no pudo hacerlo.

Después de un recio invierno, llegó la primavera. La señorita Emilia se sentía mucho mejor. Ahora podía salir a caminar otra vez. Una tarde, salió y subió a la colina, donde hacía tiempo que no iba.

-No puedo creer lo que veo –dijo mientras se arrodillaba encantada-. Fue el viento que trajo las semillas desde mi jardín hasta aquí. Y los pájaros deben haber ayudado.

Entonces la señorita Emilia tuvo una gran idea.

Corrió a su casa y sacó sus catálogos de semillas. Mandó pedir cinco barriles de semillas de lupinos.

Todo ese verano, con los bolsillos llenos de semillas, la señorita Emilia paseó por praderas y colinas, sembrando lupinos. Esparció semillas por las carreteras y los caminos. Las dejó caer alrededor de la escuela y detrás de la iglesia. Las lanzó entre las cañadas y las paredes de piedra.

Su espalda ya no le dolía.

Alguna gente la llamaba la Viejita Titriloca.

Cuando llegó la primavera, había lupinos por todas partes. Las praderas y colinas estaban cubiertas de flores azules, moradas y de color de rosa. Florecían a los lados de las carreteras y los caminos. Había manchas luminosas alrededor de la escuela y detrás de la iglesia. En las cañadas y entre las paredes de piedra, crecían las bellas flores.

Y, finalmente, la señorita Emilia había hecho la tercera cosa, la más difícil de todas.

Mi tía abuela Carmen Emilia, la señorita Emilia, ya está muy viejita. Su pelo es muy blanco. Todos los años hay más y más lupinos. Ahora la llaman la Dama de los Lupinos. Algunas veces, mis amigos se paran conmigo frente a su reja. Quieren ver a la viejita, tan viejita, que sembró lupinos en las praderas. Cuando nos invita a entrar, pasan en silencio y lentamente. Ellos creen que es la mujer más vieja del mundo. A menudo, nos cuenta cuentos de tierras lejanas.

-Cuando sea grande –le digo., yo también voy a visitar tierras lejanas, y luego regresaré a casa a vivir junto al mar.

-Eso está muy bien, mi pequeña Emilia –me dice-. Pero hay una tercera cosa que debes hacer.

-¿Qué será? –pregunto.

-Debes hacer algo para que el mundo sea más hermoso.

-Está bien –digo.

Pero todavía no sé qué puedo hacer.


-Barbara Cooney

Saturday, June 09, 2007

Nocturne de Chopin

Hace mucho que no escribo cuentos. El otro día me puse a leer algunos de los que tengo guardados. Entonces encontré uno que me gusta mucho y que ya casi se me había olvidado. Creo que, incluida yo misma, solamente hay tres o cuatro personas que lo han leído. Ahora quiero compartirlo con ustedes. A ver qué opinan.



El eco de una sola nota resonó por las paredes del vacío auditorio del museo. Después le siguieron otras y poco a poco se fue formando una delicada melodía. Un joven pálido y desgarbado se hallaba inclinado sobre el viejo piano. Sus blancas y delgadas manos se deslizaban con agilidad por las teclas amarillentas, mientras que su cuerpo se movía suavemente con la música. Tenía los ojos cerrados y una mata de cabello negro despeinado que le cubría la frente. Todo en él era tétrico; su tez cenicienta, sus enormes ojeras y su saco negro de aspecto descuidado. Sin embargo, mientras tocaba, tenía un semblante de absoluta paz y tranquilidad.


El viejo Artemio lo veía escondido desde detrás de una de las cortinas del salón. No era la primera vez que veía y escuchaba al talentoso muchacho. Había sido intendente del museo por más de veinte años y él había sido el único en descubrir las visitas nocturnas del joven pianista. Su deber como empleado del lugar era correr al intruso, pero su gran sensibilidad musical se lo impedía. En su casa guardaba con orgullo su preciada colección de discos de óperas y obras de los grandes clásicos de la música. Su esposa, una mujer práctica y ligeramente obsesionada con la limpieza y el orden, había intentado deshacerse de los valiosos discos de su marido en varias ocasiones, alegando que ya estaban muy viejos y que se oían como los lamentos de un gato atropellado. Pero Artemio siempre había logrado salvarlos de ese destino nefasto y, a veces, cuando su mujer dormía, se ponía a escucharlos con gran deleite. Él comprendía el amor del muchacho por la música y por eso se había hecho de la vista gorda cada vez que lo descubría tocando en el auditorio. Todas las noches, el joven interpretaba unas cinco o seis canciones diferentes, se inclinaba ante un público inexistente y abandonaba el auditorio con el sonido de sus pasos siguiéndolo.


Artemio nunca lo había interrumpido ni le había hablado y el joven sencillamente lo ignoraba. A veces al viejo intendente se le cruzaba por la mente que el pálido pianista era un fantasma, pues aún no había logrado verlo entrar o salir del museo, donde todas las puertas permanecían cerradas por las noches. Pero pronto desechaba sus ocurrencias descabelladas y seguía acudiendo al auditorio para escuchar el siguiente repertorio. Era como ir a un concierto diario, pero gratis y en primera fila.


Sin embargo, en esa ocasión, el muchacho sólo tocó una canción. Cuando terminó se quedó sentado unos minutos frente al piano. Acarició las teclas con sus finos dedos y recorrió el auditorio con la mirada. Entonces reparó en el anciano que lo observaba desde una cortina y fijó sus oscuros ojos en él. Artemio se sintió como un niño descubierto en medio de una travesura, lo cual era muy extraño, pues en realidad había sido el muchacho y no él, el que había entrado al museo sin permiso. Pero los ojos del joven denotaban tanta autoridad que el pobre intendente no pudo hacer nada más que permanecer parado en su lugar. Entonces el pianista se levantó sin decir nada y, lentamente, se inclinó ante el sorprendido Artemio. Al terminar la reverencia le sonrió con semblante infantil y acto seguido se puso a correr hacia la salida del auditorio. El viejo intendente reaccionó y lo siguió con dificultad. Al salir del recinto vio la silueta del muchacho internándose por los oscuros corredores del museo.

-¡Oiga joven, no puede entrar ahí!- gritó con voz ronca, al tiempo que corría detrás de él.

Podía oír las pisadas del muchacho en la madera y su risa burlona resonando por las salas del museo.

-Escuincle malcriado…- se quejó el viejo Artemio, mientas entraba a revisar las distintas salas.

Entonces, súbitamente, las pisadas y las risas se extinguieron. Artemio entró en la última sala que quedaba y prendió su linterna: era un saloncito de pequeñas proporciones con unos cuantos cuadros colgados en sus respectivos lugares. No había señales del muchacho por ningún lado.

El viejo intendente se rascó la nuca confundido y se dispuso a salir de la estancia, pero entonces, algo llamó su atención. Se acercó a uno de los cuadros de la sala y lo alumbró con su linterna. La imagen mostraba el retrato de un joven con el rostro pálido y ojos profundos. Tenía el cabello desordenado, un saco viejo y unas manos blancas y delicadas.

El anciano soltó una exclamación ahogada y salió del salón lo más rápido que sus viejas articulaciones le permitieron. Cerró la puerta de la estancia con manos temblorosas y permaneció en silencio durante unos segundos. Lo único que se escuchaba era su agitada respiración y los latidos desbocados de su corazón. Pasaron unos minutos y Artemio recobró su sentido de la lógica. Seguramente alguien le estaba jugando una broma. Con este pensamiento, se armó de valor y volvió a entrar en la sala con lámpara en mano. El retrato del muchacho seguía en su lugar, mirándolo con sus ojos de pintura desde la pared. El viejo intendente se acercó con cautela y examinó el cuadro a la luz de su linterna. Eran exactamente los mismos rasgos del joven pianista; las mismas ojeras, los mismos labios delgados, el mismo aspecto grisáceo y triste. Pero era imposible…

De pronto, el pobre Artemio retrocedió asustado de un golpe. No estaba seguro, pero podría jurar que el joven del cuadro acababa de guiñarle un ojo.

-Esto es demasiado para mí- se dijo el anciano.

Al día siguiente, después de veinte años de fiel servicio, el señor Artemio presentó su renuncia. Nadie supo por qué y él no dio explicaciones. El director del museo contrató a otro intendente; un hombre chaparro y calvo de amable sonrisa y muy buena disposición, según decía su antiguo patrón.

Pasaron los años y nadie volvió a escuchar jamás música proveniente del auditorio. Pero pronto se corrió el rumor de que una niña vestida de bailarina recorría los pasillos del museo por las noches. Muchos pensaban que era un fantasma…