Saturday, June 09, 2007

Nocturne de Chopin

Hace mucho que no escribo cuentos. El otro día me puse a leer algunos de los que tengo guardados. Entonces encontré uno que me gusta mucho y que ya casi se me había olvidado. Creo que, incluida yo misma, solamente hay tres o cuatro personas que lo han leído. Ahora quiero compartirlo con ustedes. A ver qué opinan.



El eco de una sola nota resonó por las paredes del vacío auditorio del museo. Después le siguieron otras y poco a poco se fue formando una delicada melodía. Un joven pálido y desgarbado se hallaba inclinado sobre el viejo piano. Sus blancas y delgadas manos se deslizaban con agilidad por las teclas amarillentas, mientras que su cuerpo se movía suavemente con la música. Tenía los ojos cerrados y una mata de cabello negro despeinado que le cubría la frente. Todo en él era tétrico; su tez cenicienta, sus enormes ojeras y su saco negro de aspecto descuidado. Sin embargo, mientras tocaba, tenía un semblante de absoluta paz y tranquilidad.


El viejo Artemio lo veía escondido desde detrás de una de las cortinas del salón. No era la primera vez que veía y escuchaba al talentoso muchacho. Había sido intendente del museo por más de veinte años y él había sido el único en descubrir las visitas nocturnas del joven pianista. Su deber como empleado del lugar era correr al intruso, pero su gran sensibilidad musical se lo impedía. En su casa guardaba con orgullo su preciada colección de discos de óperas y obras de los grandes clásicos de la música. Su esposa, una mujer práctica y ligeramente obsesionada con la limpieza y el orden, había intentado deshacerse de los valiosos discos de su marido en varias ocasiones, alegando que ya estaban muy viejos y que se oían como los lamentos de un gato atropellado. Pero Artemio siempre había logrado salvarlos de ese destino nefasto y, a veces, cuando su mujer dormía, se ponía a escucharlos con gran deleite. Él comprendía el amor del muchacho por la música y por eso se había hecho de la vista gorda cada vez que lo descubría tocando en el auditorio. Todas las noches, el joven interpretaba unas cinco o seis canciones diferentes, se inclinaba ante un público inexistente y abandonaba el auditorio con el sonido de sus pasos siguiéndolo.


Artemio nunca lo había interrumpido ni le había hablado y el joven sencillamente lo ignoraba. A veces al viejo intendente se le cruzaba por la mente que el pálido pianista era un fantasma, pues aún no había logrado verlo entrar o salir del museo, donde todas las puertas permanecían cerradas por las noches. Pero pronto desechaba sus ocurrencias descabelladas y seguía acudiendo al auditorio para escuchar el siguiente repertorio. Era como ir a un concierto diario, pero gratis y en primera fila.


Sin embargo, en esa ocasión, el muchacho sólo tocó una canción. Cuando terminó se quedó sentado unos minutos frente al piano. Acarició las teclas con sus finos dedos y recorrió el auditorio con la mirada. Entonces reparó en el anciano que lo observaba desde una cortina y fijó sus oscuros ojos en él. Artemio se sintió como un niño descubierto en medio de una travesura, lo cual era muy extraño, pues en realidad había sido el muchacho y no él, el que había entrado al museo sin permiso. Pero los ojos del joven denotaban tanta autoridad que el pobre intendente no pudo hacer nada más que permanecer parado en su lugar. Entonces el pianista se levantó sin decir nada y, lentamente, se inclinó ante el sorprendido Artemio. Al terminar la reverencia le sonrió con semblante infantil y acto seguido se puso a correr hacia la salida del auditorio. El viejo intendente reaccionó y lo siguió con dificultad. Al salir del recinto vio la silueta del muchacho internándose por los oscuros corredores del museo.

-¡Oiga joven, no puede entrar ahí!- gritó con voz ronca, al tiempo que corría detrás de él.

Podía oír las pisadas del muchacho en la madera y su risa burlona resonando por las salas del museo.

-Escuincle malcriado…- se quejó el viejo Artemio, mientas entraba a revisar las distintas salas.

Entonces, súbitamente, las pisadas y las risas se extinguieron. Artemio entró en la última sala que quedaba y prendió su linterna: era un saloncito de pequeñas proporciones con unos cuantos cuadros colgados en sus respectivos lugares. No había señales del muchacho por ningún lado.

El viejo intendente se rascó la nuca confundido y se dispuso a salir de la estancia, pero entonces, algo llamó su atención. Se acercó a uno de los cuadros de la sala y lo alumbró con su linterna. La imagen mostraba el retrato de un joven con el rostro pálido y ojos profundos. Tenía el cabello desordenado, un saco viejo y unas manos blancas y delicadas.

El anciano soltó una exclamación ahogada y salió del salón lo más rápido que sus viejas articulaciones le permitieron. Cerró la puerta de la estancia con manos temblorosas y permaneció en silencio durante unos segundos. Lo único que se escuchaba era su agitada respiración y los latidos desbocados de su corazón. Pasaron unos minutos y Artemio recobró su sentido de la lógica. Seguramente alguien le estaba jugando una broma. Con este pensamiento, se armó de valor y volvió a entrar en la sala con lámpara en mano. El retrato del muchacho seguía en su lugar, mirándolo con sus ojos de pintura desde la pared. El viejo intendente se acercó con cautela y examinó el cuadro a la luz de su linterna. Eran exactamente los mismos rasgos del joven pianista; las mismas ojeras, los mismos labios delgados, el mismo aspecto grisáceo y triste. Pero era imposible…

De pronto, el pobre Artemio retrocedió asustado de un golpe. No estaba seguro, pero podría jurar que el joven del cuadro acababa de guiñarle un ojo.

-Esto es demasiado para mí- se dijo el anciano.

Al día siguiente, después de veinte años de fiel servicio, el señor Artemio presentó su renuncia. Nadie supo por qué y él no dio explicaciones. El director del museo contrató a otro intendente; un hombre chaparro y calvo de amable sonrisa y muy buena disposición, según decía su antiguo patrón.

Pasaron los años y nadie volvió a escuchar jamás música proveniente del auditorio. Pero pronto se corrió el rumor de que una niña vestida de bailarina recorría los pasillos del museo por las noches. Muchos pensaban que era un fantasma…

7 comments:

Zoon Romanticón said...

¡Un gran cuento!

Gracias por compartirlo... wieder!

Destination said...

no lo cortaste?? jajaja se me hacía más largo...siempre me gustó, tal vez cierta artista se inspire y dibuje al joven ¿no? Un pequeño reto personal...jajaja

Emilia Kiehnle said...

Me gustaría. Es la única persona que ha logrado retratar a mis personajes casi como yo los imaginé.

pajaro de fuego said...

jobar,tia!como se me ha quedado el cuerpo!tengo la piel de gallina y no es guasa!no por miedo, sino por el lenguaje tan lindo, eso si que es arte.

Zoon Romanticón said...

Debo decir que comparto la opinión de Pájaro de Fuego.

Alberto Tensai said...

Siempre me han gustado los cuentos de fantasmas jaja. Es esa parte de mí a la que le gustaría creer en lo sobrenatural...

Además muy bien escrito! Creo que es la primera vez que leo algo tuyo. Te mereces la fama que tienes!

E.P.S. said...

Apoyo las nociones y acepto el reto ;)

Yo no había leído éste cuento tuyo... aunque no es la primera vez que tus fantasmas tienen relación con los cuadros, verdad? Recuerdo cierta pintura de una niña de ojos soñadores...

Por cierto que cuando lo leía también lo veía claramente, cuando quieras te paso lo que vi a papel. Sigue compartiendo más cuentos, mujer! ;)