Sí sentí un dolor que de momento me pareció insoportable, pero, sorpresivamente, fui capaz de albergarlo. Lloré hasta que los ojos se me hincharon como dos bolas de golf, pero mi llanto fue silencioso. No hubo gritos ni gemidos desgarradores. Eran lágrimas que corrían incontrolablemente, como ríos cálidos en mis mejillas. Pero podría respirar, podía pensar, tomar decisiones. Pude rezar y pedirle a Dios ya la Virgen que te recibieran. Pude decirte que descansaras y no te preocuparas por nosotros. Hubo aceptación y hasta algo de paz.
No fue para nada como me lo imaginé. Pero eso no implica que no sea terriblemente difícil.
Creo que lo peor está siendo ahora, ya que pasó toda la parafernalia, el velorio, las misas, las flores, los abrazos y mensajes. Acostumbrarnos a vivir sin ti en el día a día, sintiendo tu ausencia en lo cotidiano. Tu sillita vacía, tu lugar del coche libre, tu cama tendida, tus juguetes descansando en el canasto. Por alguna razón, tu ausencia se me antoja más ruidosa que tu presencia. Cuando estabas, había risas, ruiditos, breves quejas o miradas llenas de alegría. Pero tu silencio es abrumadoramente ensordecedor.
Es doloroso, pero al mismo tiempo la vida sigue, y quiero volver a ser feliz. Quiero dejar de cargar este peso en el pecho y poder recordarte con alegría y sin llorar. Es cansado llorar tanto. Y, aunque todos entienden, da vergüenza cuando las lágrimas atacan sin previo aviso estando en público.
Quiero poder pensar en ti como pienso en José Miguel: con gusto y agradecimiento por haberte tenido con nosotros y sabiendo que estás feliz y en el mejor lugar posible. Ya no quiero llorarte. No quiero extrañarte. Quiero ser capaz de celebrar tu vida y de disfrutar la mía junto a tus hermanos y tu papá. Ya aprendí que no es un sentimiento egoísta y que es lo más sano. Algún día llegaremos. Tengo esperanza que sea más pronto de lo que creo.